Tras un año del inicio de medidas extraordinarias para abordar la pandemia, la sensación que estamos en el mismo lugar aumenta. Las cuarentenas estrictas han vuelto, la confianza se diluye pese al éxito de la vacunación, en la política se utiliza al rival para esconder las propias culpas y el proceso electoral para una nueva Constitución, tras el pacto de noviembre de 2019, está nuevamente a las puertas de una postergación.
La diferencia es que hoy sabemos que las vidas de las personas han cambiado radicalmente. Sólo quedan ilusiones maltrechas, porque los últimos doce meses han generado un cúmulo de decepciones. Los lazos familiares se han alterado en todos los sentidos posibles; las mujeres están soportando la carga en los hogares, sacrificando sus proyectos de vida y desarrollos personales; los niños, niñas y adolescentes viven entre la confusión y el desencanto, porque la interacción con sus mundos se ha pulverizado; los ancianos, a quienes privamos de su libertad por largo tiempo, reivindican su dignidad; los adultos que en estas décadas han logrado bienestar para su familias en base a deudas, viven con el temor de perderlo todo; los jóvenes que estaban ingresando al mercado del trabajo han encontrado las puertas cerradas, por ahora indefinidamente; los inmigrantes que abandonaron sus países con la esperanza de tener una mejor vida enfrentan hostilidad, rechazo y humillaciones; los sin techo aumentan día a día; el incompleto ciclo del duelo por lo que han partido incrementa la tristeza y la inequidad se profundiza.
Mientras eso sucede, la élite económica, política, intelectual y cultural del país cree que sus diagnósticos son los únicos correctos y que el padecer de sus vidas se asemeja al de los demás, buscando culpables absolutos del momento en el que estamos, como si el asunto no fuera consecuencia de dinámicas combinadas en las que los errores abundan.
¿Por qué todo esto importa? Porque el pasado enseña que cuando una crisis sistemática golpea de un modo tan drástico la existencia de las personas, y la política se reduce a una retórica violenta contra el adversario, la lealtad a la democracia se reduce. Como sabemos, esos tiempos de desaliento son fecundos para caudillos, mesías, demagogos y sepultureros.
En principio parece razonable postergar las elecciones de abril por el riesgo permitir y así permitir que la democracia tenga la mayor legitimidad posible. Pero cuidado: la desazón colectiva también puede poner en peligro nuestro «momento constituyente», el único espacio donde hasta ahora hablamos de esperanza. Proteger ese proceso es trascendental para el futuro del país, porque, como advirtió Oscar Wilde, «cada hombre mata lo que ama», y eso puede suceder de distintas maneras.