Para aquellos que gozamos de una cierta latitud, nuestra idea original del futuro –visiones juveniles incubadas y alimentadas por las esperanzas positivistas del siglo XX, aquellas donde el ingenio humano garantizaría un bienestar universal, progresivo e infinito– se va disolviendo bajo el peso abrumador de la realidad de la catástrofe planetaria climática y medioambiental que ya se cierne sobre nosotros, tal como sobre las nuevas generaciones, para quienes el mundo que les toca es simplemente un desastre anunciado, mundo que deberá ser rescatado de las fauces de sus depredadores y restaurado, en lo posible, para asegurar, cuando no la supervivencia de la especie, al menos una vida digna en el corto plazo.
Cada tanto tiempo, ya sea por cataclismos o conflictos, las sociedades se ven obligadas a escudriñarse a sí mismas en el espejo de la historia. Es el caso de nuestro país hoy. Este año que comienza nos promete un renacer del debate político desde las bases mismas de la ciudadanía, lo que constituye el fundamento de una verdadera democracia. No es mala cosa. Para cualquier sociedad, un renovado interés por el debate público es una oportunidad para conocerse, fortalecerse, lograr consensos y mirar con optimismo el futuro. En el caso de Chile, sabemos que el presente movimiento social se ha gestado a partir de reivindicaciones elementales que tienen que ver mucho más con equidad, dignidad y justicia, que con aspiraciones económicas. Es la prolongada injusticia, no la pobreza, la que ha hecho ‘estallar’ a la ciudadanía.
En un país cuya población está concentrada en ciudades y en un momento de la historia en que la devastación del medio ambiente altera visiblemente el clima y causa cada vez mayores estragos en ciudades y comunidades, con un costo económico y anímico cada vez más inabordable, debemos disponernos a conducir una parte importante del debate público que enfrentaremos este año, a propósito del proceso constituyente, para intentar resolver los problemas propios de nuestras ciudades y medio ambiente, ambos íntimamente imbricados. No se trata de entelequias abstractas: las falencias en equidad, dignidad y justicia tienen que ver en gran medida con la configuración física de la ciudad y la interacción de las personas en ella; con el acceso al bien público (donde el agua potable jugará un rol dramático en cuestión de meses) y con la mayor protección posible de los sistemas naturales involucrados en el bienestar de las personas; principios filosóficos que obviamente podrán ser expresados como la voluntad natural de la ciudadanía en su propia Carta fundacional. Como antecedente al debate, sépase que la palabra ‘ciudad’ no figura ni una sola vez en nuestra actual Constitución Política del Estado.