Un llamado a encarar la tarea de modernizar de manera profunda Carabineros de Chilefue lo central del artículo que escribí para revista Mensaje de julio de 2017. En ese entonces ya era conocido el caso «Pacogate» y se había iniciado un incipiente debate sobre la necesidad de realizar ajustes en la institucionalidad de ese cuerpo policial, manteniendo un fuerte foco en mejorar el control en el uso de sus recursos presupuestarios. En mi texto, llamaba a tener presente que las necesidades de cambio no se referían únicamente a mejorar los procesos de
rendición de cuentas, control y transparencia en su área financiera, sino también a solucionar problemas severos en su capacidad de cumplir con algunas de sus funciones centrales. Esto lo grafiqué con diversa evidencia empírica disponible de problemas de desempeño en áreas tan
disímiles y cruciales como la prevención y la investigación de los delitos.
Ahora, a comienzos de 2019, llamo a ir un poco más allá. No necesitamos solamente modernizar Carabineros, sino encarar un proceso de reforma verdaderamente estructural, actuando con visión de Estado y una mirada a largo plazo basada en un consenso relevante respecto
de hacia dónde queremos apuntar con esta transformación.
LA PROFUNDIDAD DE LA CRISIS
Muchas cosas han pasado desde mi mencionado artículo de 2017 y hoy todo indica que efectivamente los problemas eran mucho más graves de lo que se pensaba. Lamentablemente, la crisis ha sido cada vez más intensa. Las cifras de la defraudación y el número personas imputadas en el caso «Pacogate» han continuado creciendo. De los $22.500 millones defraudados que se conocían a julio de 2017, hoy llegamos a una cifra que supera los $28.300 millones. De las 70 personas imputadas a esa misma fecha, hemos pasado a más de 135 que han sido formalizadas. Se observa así la profundidad y gravedad del problema de control financiero y la excesiva autonomía práctica que se fue adquiriendo la institución en su ejecución presupuestaria, haciéndose evidente la necesidad de cambios significativos en distintos niveles.
Sin embargo, lo recién consignado ha sido solo la punta del iceberg. A fines del año 2017 se conoció públicamente la «Operación Huracán», episodio en el que una unidad de Inteligencia de Carabineros de la Araucanía incurrió en la fabricación e implantación masiva de pruebas falsas.
Tras una supuesta interceptación de comunicaciones electrónicas encriptadas (en sistemas de mensajería como Telegram y WhatsApp), detuvo a un grupo de comuneros mapuches acusados de un delito terrorista. Dicha presunta prueba habría sido clave para iniciar una persecución penal en su contra y mantenerlos privados de libertad por varios meses.
Cuando se reveló el escándalo, los imputados fueron exonerados y hoy existe una investigación abierta con una decena funcionarios policiales activos procesados, llegando a los más altos niveles en la unidad de inteligencia y generando la renuncia del entonces Director General, Bruno Villalobos, al asumir el nuevo gobierno. La secuencia de hechos continuó agravándose. El 14 de noviembre pasado, fuerzas policiales ingresaron a la comunidad de Temucuicui y, haciendo uso de sus armas, asesinaron al comunero mapuche Camilo Catrillanca. La versión oficial inicial de Carabineros consignaba que se trató de una persecución por robo de vehículos, en la que los funcionarios habrían sido atacados con armas de fuego y respondieron con disparos disuasivos, generando accidentalmente la muerte del comunero. Las versiones fueron progresivamente desacreditadas en una serie de eventos que parecieran sacados del libreto de una mala novela de suspenso, concluyéndose con la remoción del director general Hermes Soto, después de su negativa a presentar la renuncia que le había solicitado el presidente Sebastián Piñera. De la mano de esto vino una segunda renovación del alto mando, que hizo que durante el 2018 se hubieran removido más de cincuenta generales, un hecho completamente inédito.
Los casos «Operación Huracán» y «Catrillanca» nos mostraron entonces que los problemas que enfrenta la institución son profundos y exceden a las materias inicialmente consideradas. Por lo mismo, un aspecto positivo de la actual crisis ha sido generar un cierto consenso
acerca de la necesidad de cambios en la institucionalidad policial. En todo evento, es muy importante no confundir los síntomas con los problemas de fondo. La necesidad de reformar a Carabineros surge de una crisis profunda que esta institución enfrenta, cuyos síntomas son los episodios recién sintetizados.
LOS CAMINOS DE SOLUCIÓN SE ABREN
Una primera señal interesante respecto a procesos anteriores es que, por única vez desde el retorno a la democracia, varias de las candidaturas presidenciales en las elecciones de 2017 incluyeron dentro de sus programas propuestas de reforma o modernización de las policías que fueron más allá de lo que habían sido las políticas públicas y las promesas prevalentes a la fecha. Estas se habían caracterizado básicamente por incrementar el presupuesto, la cantidad de funcionarios y aumentar las facultades legales de Carabineros sin establecer en forma paralela sistemas de control serio ni contrapesos adecuados.
Esto, en mi opinión, reforzó los niveles de autonomía fáctica de la institución e hizo posible el escenario actual. Existiendo entonces un ambiente proclive a hacer algo más, el actual gobernante convocó en abril pasado a una Mesa de Trabajo integrada por autoridades políticas (ministros y subsecretarios de Estado, senadores, diputados y alcaldes) de representación política transversal y por un pequeño grupo de académicos, en el marco del «Acuerdo Nacional por la Seguridad Pública con la idea de elaborar en 90 días propuestas de reforma policial y otros temas vinculados a la seguridad pública.
Como resultado, el 17 de julio fue entregado al Presidente el conjunto de propuestas elaboradas (150). Las referidas a la modernización y fortalecimiento de las policías constituyeron el eje principal (71 propuestas) y representaron la materia a la que la mesa le dedicó mayor tiempo de análisis y discusión. Las propuestas se organizan en cuatro aspectos: i) especialización de las funciones policiales; ii) relación de las policías con la autoridad civil y la ciudadanía; iii) aumento de niveles de profesionalización policial, y iv) profesionalización de la organización policial.
En cada una de ellas existe una batería importante de sugerencias, y un porcentaje relevante supone reformas legales de magnitud, junto a medidas administrativas y reformas reglamentarias. El Gobierno envió al Congreso en noviembre un primer proyecto de ley para concretar algunas de las medidas propuestas en el acuerdo y hace algunas semanas anunció un paquete de transformaciones administrativas orientadas a reforzar dichos cambios. El foco de estas propuestas ha estado en el aumento del control financiero y la sujeción de la institución a la autoridad civil.
La buena noticia es que el proyecto constituye un primer paso para romper la inercia instalada en la materia. El texto establece, siguiendo el espíritu de las propuestas del Acuerdo, diversos deberes de planificación estratégica al interior de las instituciones policiales, de producción estadística pública, de rendición de cuentas y fortalecimiento de mecanismos de auditoría financiera y de control de abusos y actos contrarios a la probidad. Todo ello representa un avance importante respecto a la situación actual.
Sin embargo, este conjunto de reformas legales se hace cargo de un porcentaje menor de las propuestas. Es verdad que no todas ellas suponen reforma legal, pero la brecha es significativa tratándose, por ejemplo, de algunos mecanismos de participación de la sociedad civil o de la eliminación de algunas restricciones actuales en materia de transparencia. Por otra parte, hay también áreas muy relevantes de reforma policial contenidas en las propuestas que derechamente no se han abordado, aun cuando se anuncia que serán objeto de desarrollo en los próximos meses. Por ejemplo, las 21 propuestas cuyo objetivo es incrementar los niveles de profesionalización policial (que incluye materias como el ingreso, formación y carrera policial) y las otras 20 destinadas a la profesionalización de la organización policial. Sin cambios en estas materias, todo avance en otras áreas puede ser insuficiente para introducir transformaciones profundas con posibilidad de proyectarse en el tiempo.
Me parece que uno de los grandes aportes del proyecto impulsado por el Gobierno es que inicia un proceso de cambio con propuestas que —en mi opinión— constituyen los primeros pasos en un tema que nos debiera preocupar por un tiempo largo. La profundidad de la crisis institucional requiere que, como país, tengamos un debate que nos permita hacer cambios más complejos y no solo parciales. Pero, más allá de los cambios específicos, la crisis representa una oportunidad real para pensar en qué policía queremos como país.
LO QUE FALTA Y DEBEMOS ABORDAR
A pesar de la relevancia de las propuestas del Acuerdo y de las contenidas en el proyecto de ley, como sociedad no hemos tenido oportunidad de discutir varios temas estructurales de la actual organización de Carabineros (por ejemplo, la existencia de escalafones diferenciados, el carácter militarizado de su organización, sus altos niveles de centralización, sus escasos vínculos institucionales con la comunidad, su carácter de policía fundamentalmente reactiva, por mencionar solo algunos). Tampoco hemos dialogado sobre una visión
general acerca de cómo se pretende que sean las organizaciones policiales el futuro. Las propuestas y el proyecto operan aún en una cierta lógica reactiva, es decir, con miras a hacerse cargo de problemas importantes y urgentes que existen en la actualidad, pero sin poner atención en una visión prospectiva de nuestra institucionalidad policial. Sin restar méritos a lo avanzado, hay que tener presente que esto limita los alcances transformadores de las propuestas que hoy existen.
Mi experiencia, trabajando y observando reformas institucionales similares a esta, es que las crisis como las que hemos vivido estos dos años abren ventanas de oportunidad para hacer esta reflexión y, luego, transformaciones reales en nuestra institucionalidad. Con todo, existe siempre el riesgo de que los impulsos de reforma amainen y las cosas vuelvan a su curso habitual sin que se implementen todos los cambios necesarios. Por lo mismo, una preocupación que tengo es que el lenguaje que la autoridad ha utilizado en todo este período para aludir a la necesidad de cambios pueda incidir en que prevalezca una visión restringida de lo que es necesario asumir como tarea.
Como todos sabemos, el lenguaje transmite señales de qué se pretende hacer y en qué profundidad hacerlo. La idea instalada hoy por el Gobierno es que las propuestas están destinadas a «modernizar» a Carabineros (por ejemplo, el proyecto de ley se identifica en su título con «moderniza la gestión institucional», del mismo modo como se observaba en el programa de gubernamental). Sin embargo, me parece que estamos en tiempo de comprometernos con una noción más profunda de cambio, como lo sería —derechamente— «reformar» a la institución.
La idea de modernización suele ser ocupada en nuestro país para avanzar en procesos de cambio tenues, que no generan inquietud institucional, y en contextos donde no existía un consenso suficientemente grande acerca de la necesidad de transformación ni, menos, de la urgencia sobre la misma. Modernizar aparece entonces como un objetivo técnico, neutro y casi sin carga negativa para la institución, presentándose como una tarea no controversial: esto se puede lograr con cambios menores, como, por ejemplo, dotando de nueva tecnología, aplicando adecuaciones organizacionales menores, etc. De hecho, si tomamos el significado que le entrega la Real Academia a la palabra «modernizar» en su primera acepción se podrá observar como esta se refiere simplemente a la idea de «Hacer que alguien o algo pase a ser moderno». Es muy poco para lo que necesitamos respecto de Carabineros5.
El estado actual de la situación obliga a que modifiquemos este lenguaje y, de una vez, encaremos y nos comprometamos con que el cambio sea derechamente «reformar» la institución. Si el lenguaje crea realidad, es importante referirnos de otra manera a esta situación como modo de favorecer el compromiso de todos los sectores políticos para obtener transformaciones verdaderamente significativas.
Quedarnos cortos en esto, significa arriesgarnos a que, una vez que pase la crisis, no hayamos aprovechado la oportunidad de dar un vuelco cualitativo. Tomando a la misma Real Academia: la idea de reformar significa en su primera acepción «Volver a formar, rehacer», es decir, un acto mucho más profundo que el de simplemente modernizar. Me parece que en esta dirección tenemos que avanzar, teniendo más clara nuestra opción por el tipo de policía que queremos y comprometiéndonos en una conversación sin prejuicios ni tabúes sobre temas estructurales de la actual configuración institucional.
Llegó el momento de que, como sociedad, dejemos de lado los eufemismos que hemos utilizado para evadir los cambios que realmente necesita nuestra institucionalidad policial. Esperemos que en el Congreso se produzca un espacio de debate en que podamos tener una reflexión profunda sobre el futuro de nuestras organizaciones policiales. En ese contexto podría ser posible abordar los cambios que se requieren con una perspectiva de reforma de Estado, pensando no solo en los problemas más urgentes sino también en la oportunidad histórica que tenemos para forjar una nueva institucionalidad policial en el mediano y largo plazo.