Las conductas que produjeron escándalos y minaron la confianza en nuestras instituciones políticas son reprobadas por la inmensa mayoría de los chilenos, y que no terminen en condenas judiciales no se debe a que obedecieron a conspiraciones en contra de algunos parlamentarios ni a que los fiscales persiguieron a quienes no debían, sino exclusivamente a la débil institucionalidad legal que regía al momento de los hechos. De allí el imperativo de no dejar pasar esta oportunidad para fortalecer nuestro sistema judicial de modo que, si políticos y empresarios vuelven a incurrir en conductas como las conocidas, no tengan de nuevo ocasión de celebrar.
Hace unos días, el senador Moreira y el ex senador Rossi han manifestado sentirse reivindicados por el término de la persecución penal en su contra, a propósito de los escándalos de financiamiento ilegal de la política que sacudieron al país (casos Penta y SQM). Mientras Moreira dijo sentirse “respaldado por la justicia”, Rossi afirmó que la Fiscalía le había robado las elecciones.
Las resoluciones que dieron término a estos casos se basan en el reconocimiento que hace la Corte Suprema sobre las dificultades técnicas para ajustar las conductas imputadas a los requerimientos de los delitos tributarios por los cuales estaban siendo perseguidos. No obstante, en ambos casos no se han cuestionado los hechos imputados o que ellos signifiquen una grave violación de las reglas electorales vigentes a la época de las respectivas elecciones, así como una forma oscura y sospechosa de relación económica con grandes empresas que tienen intereses muy concretos que defender frente al desempeño de su función parlamentaria.
Lo que hizo posible la celebración de Moreira y Rossi fue la debilidad de la legislación vigente al momento de los hechos. Si a la época de la elección hubiese existido una adecuada tipificación de los delitos de financiamiento electoral o si la prescripción de los mismos tuviese una duración razonable, la situación de los señores Moreira y Rossi hoy sería distinta.
Los escándalos de corrupción plantean dos desafíos que es importante diferenciar. El primero es que los responsables reciban el castigo que merecen, es decir, que se haga justicia. El segundo es aprovechar los escándalos para hacer reformas que eviten su repetición. Respecto del primer desafío, es común que la ciudadanía termine con altos grados de frustración. Porque una de las causas de los escándalos suele ser la debilidad de la legislación existente y la impunidad que permite.
Desgraciadamente, Chile no ha sido una excepción a la regla anterior. Los brevísimos plazos de prescripción de las infracciones a la Ley Electoral habían transcurrido cuando los escándalos se conocieron. La legislación sobre cohecho establece penas muy bajas (un mínimo de 61 días de privación de libertad) y tipos penales con requerimientos probatorios excesivos (en Chile se requiere probar el pago al funcionario, el favor que este realiza y el vínculo entre ambas cosas). Frente a este cuadro los fiscales buscaron perseguir por delitos tributarios, pero estos tienen otros obstáculos técnicos como los que planteó la Corte Suprema, además de depender del ejercicio de la acción penal por parte de un órgano controlado por el Ejecutivo y, por lo tanto, influenciable políticamente, como es el Servicio de Impuestos Internos.
La excepción a la regla anterior ha sido Brasil. El hecho de que, producto de las manifestaciones masivas del 2013, se aprobara la delación compensada para las investigaciones de corrupción poco antes de que estallara el caso Lava Jato, ha sido clave para permitir a los fiscales brasileños impartir mucha más justicia que sus contrapartes chilenas. A lo anterior se agrega el precedente jurisprudencial establecido en un caso anterior (el llamado Mensalao), que flexibilizó la exigencia de prueba sobre los servicios específicos prestados por el funcionario público que recibe un pago indebido.
Respecto del segundo desafío que plantean los escándalos de corrupción, aquel de aprovechar la ventana de oportunidad que se abre para hacer reformas que eviten la repetición de hechos semejantes, el vaso está medio lleno (o medio vacío).
En cuanto a las causas más profundas de los escándalos de corrupción, se han hecho reformas importantes, partiendo por transparentar el financiamiento de la política, nuevas reglas que emparejan la cancha en las campañas y nuevas exigencias de transparencia y democracia interna de los partidos políticos. Y más allá de la política y su financiamiento, regresó la educación cívica a las escuelas y colegios, tenemos nuevas declaraciones de intereses y patrimonio que sirven para prevenir conflictos de intereses, un nuevo ente regulador de los mercados financieros con más atribuciones y autonomía y una reforma que apunta a llenar los vacíos del Sistema de Alta Dirección Pública.
También ha habido avances en materia de persecución penal de la corrupción y los ilícitos de financiamiento de la política. Por ejemplo, la legislación aprobada el año 2016 establece la pérdida del cargo por infracciones graves a las normas de financiamiento electoral, así como un catálogo de sanciones que van desde multa a disolución a los partidos que incurran en ilícitos, además de plazos de prescripción más razonables (aunque todavía insuficientes). Asimismo, se fortalecen las capacidades fiscalizadoras del Servicio Electoral, que antes eran prácticamente nulas.
Sin embargo, hay temas muy importantes en materia de persecución penal donde se ha avanzado poco y nada. Dos son los principales desafíos en esta materia. Primero, subir las penas por delitos de corrupción. Existe un proyecto de ley en este tema en el Congreso, que está en Comisión Mixta. Aunque contiene avances, estos no son suficientes, dado que aún hay delitos tan graves como el cohecho que tienen penas mínimas muy bajas y poco disuasorias. Segundo, es importante incorporar la delación compensada y medidas de protección a denunciantes para delitos de corrupción y establecer exigencias probatorias razonables para ellos. En estos temas no se ha hecho prácticamente nada y es alentador el anuncio reciente del ministro Blumel sobre el envío de un proyecto de ley al Congreso.
Son comprensibles las celebraciones de los señores Moreira y Rossi, y en semanas que vienen probablemente seguirán las de otros políticos y empresarios involucrados en los casos de financiamiento ilegal de la política, que verán terminados sus casos sin mayores consecuencias para ellos. Lo que debemos preguntarnos es si la sociedad chilena tiene razones para celebrar y nos parece que la respuesta es negativa.
Las conductas que produjeron escándalos y minaron la confianza en nuestras instituciones políticas son reprobadas por la inmensa mayoría de los chilenos, y que no terminen en condenas judiciales no se debe a que obedecieron a conspiraciones en contra de algunos parlamentarios ni a que los fiscales persiguieron a quienes no debían, sino exclusivamente a la débil institucionalidad legal que regía al momento de los hechos. De allí el imperativo de no dejar pasar esta oportunidad para fortalecer nuestro sistema judicial de modo que, si políticos y empresarios vuelven a incurrir en conductas como las conocidas, no tengan de nuevo ocasión de celebrar.