¿Se ha sentido estresado o sobrepasado alguna vez? ¿Ha sentido en ocasiones que tiene dificultades para enfrentar alguna de las demandas de la vida diaria, como el trabajo, las finanzas personales o los problemas familiares? ¿Ha vivido una situación traumática, una pérdida que le haya impedido concentrarse o relajarse?
La mayoría de las personas se siente así de vez en cuando. El estrés tiene consecuencias sobre las emociones y la salud mental y física de las personas. Un poco de estrés no hace mal. De hecho, ayuda a prepararse para un buen desempeño -en un examen o una entrevista personal- e incluso, para la supervivencia en alguna circunstancia extrema.
Sin embargo, el estrés crónico -cuando la fuente del estrés es constante- puede tener consecuencias negativas que son duraderas.
Una amplia literatura en diversas ciencias sociales muestra que las personas que viven en situación de pobreza se sienten de esa forma buena parte del tiempo.
En Chile, de acuerdo con el estudio «Voces de la Pobreza», de la Fundación Superación de la Pobreza, quienes experimentan la pobreza dicen sentir impotencia ante la falta de oportunidades y angustia por no poder proveer de bienestar suficiente a sus familias ni responder a las expectativas de la sociedad.
Un conjunto de artículos académicos ha comenzado a explorar las causas y consecuencias de estos sentimientos.
Un grupo de estos estudios ha mostrado que la pobreza eleva la incidencia de la depresión y el estrés, y también que quienes experimentan la pobreza tienden con frecuencia a describirse como con escaso control sobre sus vidas.
Otro grupo ha mostrado que el desempeño de las funciones cognitivas se reduce con la pobreza. La falta de recursos generaría una recarga cognitiva que disminuye la capacidad de ocuparse de problemas relevantes, más allá de la escasez de ingresos.
Es por ello que, de acuerdo con esta nueva literatura, es frecuente observar a personas en situación de pobreza actuando en forma impaciente y aversa al riesgo, y tomando decisiones que no parecen correctas desde una perspectiva de largo plazo.
Para un padre o una madre, significa la dificultad para atender a sus hijos apropiadamente y ser pacientes. Para un estudiante, implica el no poder poner atención, limitando el aprendizaje. Para un trabajador, el no ser todo lo productivo que puede, arriesgando su fuente laboral.
Desde esta perspectiva, no es de extrañar que la incidencia de la obesidad sea más alta entre las familias de menores recursos, y tampoco observar que ellas se endeuden a tasas de interés irrisorias en el corto plazo o que dejen beneficios sociales sin cobrar.
Esta evidencia tiene al menos dos implicancias. Una es que la dificultad para tomar «buenas decisiones» no es intrínseca a las personas en situación de pobreza. Es un resultado de las circunstancias -la falta de recursos, el maltrato, la inseguridad en los barrios y otras condiciones de carencia- que afectan la forma en que las personas toman decisiones. Si uno se encontrara en esa situación, probablemente, actuaría de la misma forma.
La otra es que la pobreza puede perpetuarse a través de estos mecanismos psicológicos y cognitivos, y por tanto, los programas de alivio de la pobreza no pueden desligarse de estas vivencias.
En efecto, uno de los resultados recurrentes de esta nueva literatura es que entregar recursos monetarios sin condiciones a personas en situación de pobreza reduce la recarga psicológica y cognitiva del estrés y la escasez, llevando a los beneficiarios a tomar mejores decisiones, como la inversión en activos productivos.
Estas ideas son bastante controversiales, en particular, luego de décadas de implementación de programas de transferencias de dinero condicionadas a acciones específicas, como llevar a los hijos a controles de salud o que ellos mantengan un buen rendimiento escolar.
No condicionar reduce los costos de la política, pues no es necesario el monitoreo del cumplimiento de las acciones requeridas, pero sobre todo, no excluye a quienes no logran, a pesar de sus esfuerzos, cumplir con las condiciones.
Esto es, la política social puede al menos reducir exigencias innecesarias, desde el papeleo burocrático hasta la extrema rigidez en los requisitos. Faltar, por ejemplo, a una sesión de capacitación no puede ser motivo para perder un beneficio.
Asimismo, una política así trata de forma menos condescendiente a los beneficiarios, reconociendo que son capaces de escoger qué es mejor para sí y sus familias.
Probablemente, se requiera de más evidencia para comprender mejor cómo romper el círculo cognitivo y psicológico de la escasez. Pero al menos, por ahora, una política social eficaz debe entender la carga de estrés y preocupaciones que conlleva experimentar la pobreza, y visualizar las dimensiones subjetivas de las intervenciones.