A una semana de las elecciones municipales, y en medio de una serie constante de eventos y escándalos en el oficialismo, pareciera que queda poco que el progresismo -o la izquierda- puedan ofrecer al país. Atrapados en medio de la vorágine de gobernar, sumado a un entorno cada vez más personalista y poco proclive a proyectos colectivos, queda la duda sobre cuál puede ser la verdadera promesa del progresismo. A veces, parece que el paso de la ideología a la gestión ha sido más complejo de lo que se esperaba y, por cierto, ha traído una suerte de renuncia a las ideas a cambio del realismo.
Uno de los aprendizajes de la última elección es que es posible trazar una línea clara entre los triunfos importantes de la centroizquierda y un reconocimiento a la gestión municipal. Casos como el de Renca, donde el alcalde Castro fue reelecto con un 76%, muestran que es posible ejecutar una gestión municipal de calidad sin renunciar a postulados ideológicos claros. En este caso en particular, vemos una gestión que se basa en la generación de acción comunitaria y en la participación directa de la ciudadanía. Ambas estrategias tienen un vínculo claro con los valores de une ideología progresista.
En ese sentido, la noción de que el progresismo debe optar entre la coherencia ideológica o el realismo es absurda, además de mediocre. No existen planes o propuestas de política pública que sean buenos en la teoría y malos en la práctica; una propuesta que es mala en la práctica claramente tiene problemas en su teoría. Esto lo han comprendido sucesivos movimientos progresistas en el mundo y es la base de proyectos exitosos en la socialdemocracia y el socialismo. Estos proyectos fracasan cuando se abandona el vínculo entre teoría y práctica, cayendo en la ideología pura o en la tecnocracia.
La segunda promesa debiese ser una de mayor democracia. Como plantea el filósofo canadiense Charles Taylor, la democracia no es lo que quiere una mayoría en un momento determinado, sino que es un proyecto de mayor empoderamiento e inclusión, igualdad y solidaridad para el futuro. En ese sentido, el mismo Taylor plantea que hay dos dimensiones de esa democracia, una que se basa en requisitos básicos, como una elección, y otra que se refiere a una meta. Así, la democracia estaría definida por estándares que no se pueden alcanzar, como los valores mencionados, y la promesa del progresismo debiese ser la búsqueda constante de ese mismo fin. No se trata de una promesa incumplida, sino que de una por cumplir.
En tiempos donde la democracia se ve amenazada por quienes no creen en sus instituciones más básicas, como una elección, plantear que esa misma democracia debe buscar la justicia y la inclusión aparece como una propuesta radical. Más radical aún si es que esa promesa va acompañada de una basada en políticas públicas responsables y con resultados concretos. Cualquier posibilidad de construir un proyecto basado en los valores de la socialdemocracia y que, a la vez, tenga capacidad de ganar elecciones, debe balancear la realidad con los ideales, sin renunciar a ninguno de ellos.