En 1926 Hans Kelsen, el jurista más influyente del siglo veinte, comentó la Constitución chilena de 1925. Eran tiempos de un profundo antiparlamentarismo en Europa y en su opinión nuestro texto se inscribía en esa idea, basada en la desconfianza hacia la democracia. Su crítica apuntaba a la centralización de poderes en el Presidente y la limitada capacidad del Congreso. Afirmó que esta se encontraba ‘muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy acostumbramos a denominar dictadura’.
Aunque sus reflexiones estaban sesgadas por su tiempo y que desconoció las reformas posteriores que buscaron controlar el presidencialismo —como la constitucionalización de la Contraloría, en 1943— su crítica quedó registrada en las preocupaciones de los juristas chilenos por décadas. Cuando la dictadura promovió su Constitución en 1980, las objeciones de Kelsen se recordaron ampliamente, porque esta disponía de poderes aún más extraordinarios.
Esto permite entender la importancia del debate constituyente sobre el régimen político; porque volvía sobre una discusión de poco más de un siglo sobre los equilibrios entre el Congreso y el Ejecutivo. La propuesta de la convención fue un ‘presidencialismo atenuado’ y un ‘bicameralismo imperfecto’, algo que obliga a dar más protagonismo a la ‘democracia representativa’ en la resolución de los asuntos públicos.
Por eso llamó la atención la semana pasada cuando, a consecuencia de la propuesta del contralor de establecer en las normas transitorias una ‘delegación’ ordenada por la Convención —y no por el Congreso— para dictar ‘decretos con fuerza de ley adecuatorios’ a la nueva Constitución en ámbitos acotados de las leyes administrativas, el ministro de la Presidencia, Giorgio Jackson, rápidamente manifestó su interés de que esta figura se extendiera a aquellas materias que el Congreso se demore en legislar por falta de acuerdo durante la implementación constitucional.
Si bien es cierto que en nuestra historia la delegación legislativa ha sido una herramienta útil, esta ha descansado siempre en autorizaciones específicas y temporales otorgadas por el Congreso al Presidente, por razones de eficacia.
La propuesta del contralor, y sobre todo la expansión propuesta por el ministro Jackson, implican desconocer las atribuciones que el propio borrador de nueva Constitución encomienda al Congreso, altera los poderes del sistema democrático que este busca equilibrar y revive la preocupación de Kelsen sobre el cesarismo presidencial.
La solución es una sola: si el actual Congreso retrasa la ejecución de la nueva Constitución, la próxima elección estará marcada por esa encrucijada. Los atajos en esto pueden costar caro al proceso de implementación, uno donde se puede jugar la legitimidad cotidiana del nuevo texto.