El obispo de Concepción, Fernando Chomali, ha llamado recientemente a rechazar el proyecto de interrupción del embarazo en tres causales, porque, según dijo, sería «inhumano» y «de una frialdad que aterra». Argumenta en su favor el incumplimiento moral del «deber de socorro», utilizando el ejemplo de la Ley del Tránsito, que considera como un ilícito el no prestar asistencia a quien requiere auxilio. Para él, este proyecto infringiría tal deber, porque permite sacrificar la vida del más débil.
Sin embargo, la tesis que invoca es precisamente la que permite justificar la necesidad del proyecto de ley. El imperativo ético del deber de socorro se basa en el reproche que se formula a quien, observando que otra persona está en una situación de peligro o riesgo, no la auxilia o realiza un llamado con tal objeto. Eso es lo que revelan las causales que se discuten en el Congreso y respecto de las cuales quien está en condiciones de exigir ese auxilio es la mujer que se enfrenta a una situación fatídica. No inmunizar ese espacio de decisión es precisamente no cumplir con el imperativo ético que está tras el deber que Chomali demanda.
El problema del obispo es otro. Su tesis no es distinta a la que ha planteado la Iglesia Católica desde antiguo, pero especialmente en los últimos 20 años, desde que Juan Pablo II dictó la encíclica «El evangelio de la vida», en 1995. En ella se objeta cualquier hipótesis de aborto, incluso en las más dramáticas situaciones, imputando a las democracias que aprueban reglas como éstas un relativismo moral. Dicha encíclica recuerda la frase del Evangelio que indica que se debe «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29), que no es otra cosa que preferir la ley moral por sobre la ley civil. Esto explica que sea imposible para Chomali sostener una discusión pública sobre el aborto, porque resulta inaceptable en términos absolutos.
Pareciera que ése es el real punto de la discusión. La pretensión del obispo no es otra que imponer, en una sociedad secular y plural, reglas metafísicas confesionales. Y es justamente esa pretensión la que resulta moral y políticamente inadmisible. Lo que se discute en el Congreso no es el sacrificio del valor de la vida; es simplemente que adoptemos un acuerdo para poder enfrentar una tragedia que no corresponde imponer a una mujer.
Una ética secular, que el obispo debería respetar en una sociedad democrática, exige cumplir con el deber de socorro hacia la mujer que debe adoptar una decisión moralmente compleja. Este consiste, simplemente, en que bajo los tres supuestos trágicos que se regulan ella pueda optar, sin coacciones indebidas, por la mejor de las decisiones posibles. Es en ese ámbito -el de la reflexión personal- en que la orientación de la fe puede ser de utilidad.