Esto es significativo. Ninguno de los últimos gobiernos pudo, simultáneamente, entusiasmar a la ciudadanía y generar confianza de parte de los mercados. De acuerdo con la última Cadem, tres cuartos de los encuestados tienen una imagen positiva del gabinete entrante. En tanto, la Bolsa chilena medida en dólares aumentó 18% desde el día posterior a la elección al 31 de enero; en comparación, los mercados emergentes lo hicieron en menos de 2%.
Sin embargo, para tener una expectativa moderadamente positiva para los próximos años no bastan estos dos importantes éxitos que, como un bonsái, son frágiles y requieren permanentes cuidados.
Se necesita, adicionalmente, avances palpables en dos planos que son incluso más desafiantes: la seguridad y la Nueva Constitución.
La razón es simple. Las decisiones de inversión pueden lidiar con algunos riesgos, pero la incertidumbre que produce un posible cambio radical de las reglas del juego y el debilitamiento del imperio de la ley es corrosiva.
El gobierno que termina prometió mucho en el ámbito de la seguridad. Más allá de las discusiones cuantitativas entre el Fiscal Nacional y el Ejecutivo, la impresión que queda es que no logró nada, o más bien retrocedimos (con un triste resultado en Derechos Humanos).
Se pueden alegar atenuantes, como el estallido social, el escaso apoyo de la oposición, la incapacidad de Carabineros o las sorprendentes decisiones del sistema de justicia (como el reciente fallo de la Corte Suprema que socava el derecho de propiedad en el caso de una toma ilegal). Como sea, la dura realidad es que el gobierno entrante enfrentará una serie de situaciones complejas: una política migratoria que tiene sumido al norte del país en una tensión enorme; una violencia en aumento en la macro zona sur, que ni siquiera el despliegue de las FF.AA. ha logrado controlar; la presencia de delitos violentos cada vez más frecuentes en los principales centros urbanos; importantes áreas dominadas por el narcotráfico, fuegos artificiales incluidos; y una especie de ritual primitivo cada viernes en el centro de la capital que parece darle la razón a Hobbes.
¿Qué hacer? Como si la situación no fuera de suyo difícil, el nuevo gobierno parte con una desventaja significativa: varios de sus integrantes han tenido una notoria ambigüedad respecto de los límites de lo aceptable dentro del derecho a protesta en una democracia.
Imposible no recordar al diputado Boric recriminando a un militar después del estallido. O al futuro ministro Jackson argumentando que es muy distinto un saqueo que prender una barricada con los vecinos para luego arrepentirse de votar a favor de la ley antisaqueos ‘porque criminaliza la protesta’.
La futura vocera Vallejo, días después de la elección, dijo que ‘hay que empujar los cambios desde el gobierno y desde la calle’. ¿Qué significa esto? ¿Es válido, en una democracia, utilizar la fuerza para imponer una visión de cómo deben ser las cosas?
El nuevo gobierno haría bien en precisar pronto qué acciones de protesta son razonables y legítimas y cuáles son inaceptables. Y, junto con ello, tendrá que establecer qué grados de represión son apropiados para que se imponga el imperio de la ley.
Porque si, ante una causa justa todo tipo de protesta es válido, será muy difícil avanzar en el problema de inseguridad que vivimos. No solo por las complicaciones que generen las protestas, sino porque, una vez que los límites se tornan difusos y se validan circunstancias en las que amerita saltarse la ley o atacar a un policía, resulta imposible que las reglas se respeten incluso en otros ámbitos. La vaguedad, en este tema, tiene costos enormes.
Por lo tanto, para acotar la incertidumbre sería muy útil tener mayor claridad sobre qué hará la autoridad con los grupos que adopten la violencia como medio para alcanzar sus fines. Y tal vez más importante, qué es violencia.
Mientras tanto, en la Convención Constituyente varias ideas aprobadas en general en comisiones durante los últimos días son tan extravagantes y dañinas que parece imposible que tengan 2/3 de apoyo en el pleno. Y si lo logran, el No podría ganar el plebiscito de salida o el margen del apruebo puede ser exiguo.
Con prudencia, el nuevo gobierno debe ayudar a encauzar el proceso. Hay una sola oportunidad para lograr una aprobación amplia y transversal de la Nueva Constitución —y construir así una verdadera casa común. Desaprovecharla sería un fracaso político y un lastre para la economía.