En tiempos de profunda perplejidad, tener que defender las humanidades no parece sino ser parte de ella. ¿Defenderlas de qué? ¿Defenderlas de quién? El listado puede ser largo. Pero consiste básicamente en que las miserias de la sociedad contemporánea provienen en buena medida de su ausencia, del abandono de su sentido primigenio que es el cultivo de la virtud cívica. Hay un dejo autocomplaciente en esa defensa, pues supone que es la sociedad la que no le permite cumplir su fin. A las humanidades les falta un poco de autocrítica sobre las formas en que ellas están enriqueciendo la sociedad.
Si estrechamos el lente, una de las principales defensas es contra la política pública de investigación dominada por las ciencias naturales y exactas. Sin duda es así, pues la lógica de esas disciplinas es la matriz sobre la cual está construido el sistema. Ello se expresa en el presupuesto, en las bases de los concursos, en las formas de evaluación y muchos etcéteras más. Incluido esos gestos en que solo el marginado repara. En las paredes de Conicyt están los retratos de todos los premios nacionales… ¡de Ciencias! Cuando se trata de asesoría, se convoca a la Academia de Ciencias y no al Instituto de Chile. En fin, cuando se trata de formar el ministerio del área, se llama de Ciencia y Tecnología, que apela a la imaginación, muy siglo XX, de una pipeta y unos fierros.
Es políticamente correcto hoy mencionar a las humanidades y las artes cuando se habla de investigación, pero se hace desde aquella matriz antigua, sin contenido, como diciendo «me encantan las humanidades», «leo historia y voy al teatro». El sistema se parece a un colegio de hombres tratando de ser mixto, pero que no se le ocurre poner un baño de mujeres.
Sin embargo, el tema de fondo es la capacidad de las humanidades de mostrar y demostrar su valor. Más que partir desde Aristóteles, es mejor tomar algunos ejemplos. Este año, luego de un largo tiempo a la baja, la mayoría de los majors en Yale son en historia, porque las disciplinas que supuestamente predicen se han equivocado sistemáticamente, en cambio los historiadores, explican sus autoridades, están habituados y formados para pensar un mundo «desordenado». Este ascenso no fue por azar, hubo tras él una seria reflexión de sus historiadores sobre el sentido, relevancia y pertinencia de la disciplina. O tomar en consideración que la inteligencia artificial, como señalan los expertos, será progresivamente capaz de resolver aquello posible en el ámbito de la eficiencia, pero no puede lidiar con la ineficiencia, ese amplio territorio por el cual transcurre parte de la vida humana.
Las humanidades se han transformado en disciplinas tan positivistas y entrópicas como todas las demás. Su desarrollo interno es un requisito, pero que sea su objetivo es renunciar a su sentido. Su encierro es abismante. Y una reflexión sobre sus vínculos con la sociedad no puede ser autocomplaciente.
¿Por qué, por ejemplo, a la cadena virtuosa entre investigación básica, aplicada e innovación se la supone ajena a estas disciplinas? La aplicación de las humanidades es el desarrollo de destrezas, del pensamiento crítico, complejo, empático y orientado hacia el sentido, y la innovación es inventar instrumentos de impacto de su conocimiento y destrezas.
El principal cambio que deben hacer las humanidades, a mi juicio, es aprender a dialogar con las otras disciplinas, no solo con las afines. Aquí está la gran política del futuro. ¿No pueden acaso las ciencias cognitivas dialogar con la historia para estudiar los distintos tipos de conocimientos estimulados en distintos tiempos? ¿Acaso el arte puede prescindir de la neurociencia y esta de aquel?
Ahora que estamos discutiendo el proyecto de ley que crea el nuevo Ministerio de Ciencia y Tecnología, es un gran momento para proponer que el Estado incentive explícitamente la participación de las humanidades y las artes en los instrumentos para grandes proyectos de investigación y desarrollo. Así como estos instrumentos han incentivado la cooperación entre disciplinas, entre universidades, entre lo básico y lo aplicado, entre los investigadores y los estudiantes, incentivar la incorporación de las humanidades y las artes estimularía nuevos diálogos, obligaría a imaginar y crear nuevos conocimientos y realidades. Ello requiere cambiar las miradas, aquella de los «otros científicos» para abrir sus horizontes epistemológicos y abandonar el paternalismo decimonónico; aquella del Estado para incentivar nuevos diálogos, y lo más importante: aquella de las humanidades para que tomen aire, se quejen menos y se paren asertiva y creativamente a ofrecer a los demás su infinita riqueza.