Cuando días atrás Francisco Pérez, director del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Chile, advirtió que ya comenzaron «a notarse los efectos de la crisis sanitaria y económica en algunos hogares», que demuestran que «el país está atravesando un problema de inseguridad alimentaria», el impacto para una generación de especialistas en salud pública que han trabajado desde 1960 en la erradicación de la desnutrición infantil ha sido brutal, porque los riesgos que creíamos controlados hoy se están desbordando.
La pandemia ha revelado las fisuras de nuestra sociedad, de las formas en que comprendemos nuestro desarrollo y de la arquitectura institucional que la sostiene, una que ha sido acompañada durante largo tiempo por una excesiva complacencia. En un año hemos sido testigos de la vulnerabilidad a la que estaban expuestas las personas. La precariedad de la «clase media», el aumento de los sin techo, la marginalidad a la cual han sido expulsadas familias completas, la deserción escolar, la inequidad en el acceso a servicios básicos, la soledad en la enfermedad, la despreocupación por la salud mental, el abandono de la vejez y la desesperanza de los inmigrantes.
Mientras una cantidad importante de los analistas evalúan esta situación en base a la incapacidad del gobierno o los excesos del Congreso, resultado de las erráticas decisiones para apoyar a las personas en el momento complejo que enfrentamos, pocos han advertido que esta crisis pone entredicho la manera en que entendemos nuestros derechos y deberes, unos que exigen considerar que no sólo en momentos difíciles, sino que también en nuestra vida cotidiana, dependemos inevitablemente de los otros.
No es únicamente la implacable racionalidad normativa de las instituciones democráticas la que debería guiar los debates en el momento constituyente en que nos encontramos. La crisis sanitaria nos demuestra que existe una «ética del cuidado» (Camps, 2021) a la cual deberíamos poner atención, en la cual logremos reconocer que en las interacciones sociales, y en las instituciones públicas, nos debemos obligaciones mutuas, un asunto distinto a la simple caridad.
Aunque ha sido la literatura feminista la principal promotora de esta idea desde hace décadas, el desafío, especialmente cuando el país ha logrado una convención constitucional paritaria, es transformarla en un imperativo democrático. Tal como lo ha argumentado Alejandra Zúñiga, profesora de Derecho de la Universidad de Valparaíso, resulta indispensable reconocer en el nuevo texto constitucional «el derecho al cuidado», de modo que pueda formar parte de las virtudes cívicas del futuro que tenemos la obligación de construir tras esta crisis.