Queda poco para iniciar el año más importante de las próximas décadas en nuestro país. Una nueva Constitución es más que la redacción técnica de unas normas sobre derechos e instituciones; es, ante todo, un proceso de diálogo para construir el relato y las palabras que definen nuestra vida compartida.
Hemos estado viviendo cambios acelerados, con un nivel de intensidad que ninguno de los textos constitucionales previos tuvo a la vista. La idea que la Constitución pueda gobernar el detalle de nuestras decisiones colectivas es un error ampliamente difundido en el último tiempo. Sus reglas no transforman; sólo deben permitir que los cambios ocurran bajo los criterios que legitiman cotidianamente el sistema democrático, sin restricciones artificiales.
En el discurso común que tienen los innumerables candidatos a la constituyente que han anunciado sus postulaciones estas últimas semanas está la necesidad de transformar la forma de hacer política, buscando en la nueva Constitución un camino que lo facilite.
El punto, sin embargo, es que para que eso ocurra los constituyentes deberán encontrar los espacios de acuerdo más que las diferencias. Si su aspiración no sólo es tener un nuevo texto, sino que cambiar las condiciones de la conversación pública, entonces recaerá sobre ellos la responsabilidad de una transformación que va más allá de las reglas que acuerden. Está en juego la dignidad de la política y la tolerancia que permite su ejercicio.
Pero para lograrlo el tiempo es breve. No tendrán más que doce meses desde su instalación, período en que el listado de asuntos será extenso; la revisión de los procesos previos será iluminadora para varios debates; dispondrán como nunca en la historia de Chile de la colaboración de los mejores expertos nacionales e internacionales en cada uno de los temas que deseen discutir, y deberán garantizar mecanismos de participación que no provoquen frustración.
Ese tiempo no sólo es acotado para la envergadura del desafío. Lo es también para crear un ambiente constituyente. Este es necesario para hacer posible la construcción del lenguaje común que nos une, de modo que todos perciban que sus proyectos de vida son respetados y que no deben temer ser arrasados sólo por manifestar sus diferencias.
Por todo ello, la responsabilidad de los futuros constituyentes va más allá de la redacción de un texto. La recomposición de la discusión política comenzará con ellos. Fracasar en ese intento hará el futuro más difícil. Por eso quienes asuman esas funciones no deberían olvidar la advertencia del juez Taylor en ‘Matar a un Ruiseñor’, la novela de Harper Lee: a veces, pese a todos los esfuerzos en la sala de audiencias, ‘la gente ve lo que quiere ver y oye lo que quiere oír’.