En 2010 Andrea, quien era madre de tres hijos, estaba embarazada de un cuarto. Previo al parto solicitó, en el hospital público donde era atendida, que fuese esterilizada. A ella le informaron que eso sucedería con la denominada técnica ‘Pomeroy’. Sin embargo, meses después quedó embarazada nuevamente. Entonces ella demandó al Estado porque consideraba que se había provocado un daño producto de un embarazo no deseado que alteraba sustancialmente su proyecto de vida. Los jueces le encontraron la razón y señalaron que la madre tenía derecho a una indemnización por el daño moral provocado, pues el Estado había incumplido sus obligaciones en la prestación sanitaria. La Corte Suprema, en octubre de 2017, confirmó la condena.
El debate generado por el caso de mujeres embarazadas que accedieron a pastillas anticonceptivas defectuosas en el contexto de programa de salud pública, es decir, con embarazos ajenos a la voluntad manifestada para efectos de su planificación familiar, ha abierto controversia sobre si ellas tienen derecho a una indemnización.
Quienes se oponen utilizan argumentos simplemente morales que, en base a una cierta concepción religiosa de la maternidad, entienden que las mujeres por el simple hecho de la concepción perderían su voluntad y, en consecuencia, su situación quedaría subordinada a un embarazo no consentido, sin derecho a objeción alguna. Dicha tesis no es novedosa. Es la misma que fue exhibida por quienes se opusieron al proyecto sobre interrupción voluntaria del embarazo ante el Tribunal Constitucional.
El problema de estos casos es otro. Las mujeres tienen derecho a solicitar indemnización precisamente, porque tal como sostuvo la Corte en el caso ‘Pomeroy’, el defecto de la prestación sanitaria —en este caso en base a un medicamento que no cumplía con los requerimientos de seguridad— altera sustancialmente su proyecto de vida, la autonomía de sus decisiones y provoca trastornos en su vida afectiva, emocional y familiar.
Algunos podrán sostener, como lo hizo el Estado en el caso de Andrea, que este tipo de procedimientos —y por vía extensiva el uso de pastillas anticonceptivas— tiene un margen de error que la mujer conoce y que debería tolerar si fracasa. Pero esa afirmación es incorrecta cuando el origen del ‘fracaso’ es consecuencia directa e inmediata de una inadecuada prestación pública, sea porque la esterilización no se realizó del modo exigido o bien porque el Estado suministró medicamentos que no cumplían los estándares idóneos para su uso en un programa de salud.
El problema, entonces, son los efectos de una mala prestación sanitaria, no el reproche pastoral de a quienes les incomodan las políticas públicas de planificación familiar vigentes desde el siglo pasado.
Publicado en La Segunda.