El reciente dictamen en que Contraloría decide abstenerse de resolver acerca del plazo que origina la confianza legítima en el personal a contrata marca un nuevo punto de inflexión en la evolución de nuestro maltrecho empleo público. Quien desempeña un cargo a contrata puede ingresar sin concurso público, dura como máximo hasta el final de cada año y puede ser renovado y cesado anticipadamente. Si bien el Estatuto Administrativo impide que esta categoría pueda exceder del 20% de los cargos incluidos en la planta de cada organismo, las leyes de presupuesto han permitido exceder ese porcentaje llevando a que, hacia 2007, superasen al personal de planta en el gobierno central, tendencia que ha seguido agudizándose: en 2023 alcanzaron casi el 60% del total de funcionarios/as, frente a un escuálido 22% de planta (Dipres, 2024).
Esta verdadera inaplicación de la carrera funcionaria empezó a mostrar su disfuncionalidad desde que, en 2010, empezamos a experimentar una alternancia política que incrementa las desvinculaciones por razones de confianza al inicio de cada gobierno. Los reclamos ante la Contraloría o a los tribunales dieron paso a una nueva jurisprudencia que pretendía corregir los abusos y, en 2016, la Contraloría fue más allá y sostuvo que, tras dos renovaciones anuales, el personal a contrata se prorrogaría automáticamente por el principio de confianza legítima -en contra del tenor literal del estatuto-, salvo que la autoridad invocase razones objetivas para ponerles término. La Corte Suprema abrazó este criterio y luego lo rigidizó, afirmando que cumplido ese plazo solo cabía desvincular por malas calificaciones (lista 3 dos años o lista 4) o en virtud de un sumario administrativo, para en 2023 establecer en 5 años el plazo necesario para reconocer la confianza legítima.
En la práctica, el dictamen de la semana pasada consolida ese plazo. Quien lleve menos de 5 años a contrata y no sea prorrogado/a en noviembre, cesará automáticamente en sus funciones al finalizar el año. Dado que el 42,8% de la dotación de la Administración Central alcanza 5 ó menos años de duración (Dipres, 2024) un grupo importante de servidores/as públicos/as queda expuesto a perder su empleo a fines de cada año sin explicación ni indemnización alguna, como si se fuesen cargos de confianza.
El problema es que esto hace muy difícil, sino imposible, construir un servicio público profesional e imparcial en nuestro país, diferenciado del gobierno de turno e imprescindible para garantizar dentro del Estado “un alto nivel de competencia e integridad, así como la continuidad en el desarrollo, asesoramiento e implementación de políticas al servicio del interés público” (OCDE, 2018). Al revés: solo podemos esperar un peor Estado.
Me temo que se acabó el tiempo de la jurisprudencia: son el gobierno y el Congreso quienes deben hacerse cargo del tema y con urgencia. No de emprender una reforma completa del empleo público, hoy inviable; bastaría con regular un mecanismo transparente, ágil y competitivo para acceder a los empleos públicos que no sean de confianza política, y una forma de desvinculación debidamente fundada para los mismos, con indemnizaciones análogas a las del empleo privado y medios de impugnación. Hay propuestas construidas en el pasado que pueden servir para construir acuerdos transversales, los que deberían considerar la opinión de las asociaciones que representan a los/as funcionarios/as públicos/as.
Seguir postergando una decisión legislativa solo perjudicará la gestión pública y la calidad de los servicios que el Estado le presta a las personas. Merecemos, y necesitamos, un empleo público en serio.