¿Para qué escribimos una nueva Constitución? ¿Para definir un pacto social que repare los dolores del pasado? ¿O bien para gobernar un futuro incierto? Estamos en pleno proceso de definición de los ‘principios’ para otro proceso constituyente, uno que llevamos discutiendo por más de dos décadas: desde que Ricardo Lagos señalara, en su discurso del 21 de mayo de 2000, la necesidad de una Constitución para el bicentenario, que terminó en la reforma de 2005; pasando por la propuesta participativa de Michelle Bachelet de 2018, que la derecha decidió no tramitar, y terminando con el rechazo a la propuesta elaborada por la Convención, en septiembre pasado. Y las preguntas a esas interrogantes siguen estando plenamente vigentes.
Quizá un buen ejercicio sea preguntarnos cómo será el país del 2050. El estudio dado a conocer la semana pasada por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) sobre el envejecimiento nos permite conjeturar algunas cosas. Según este documento, en 2026 comenzaremos una etapa muy avanzada de envejecimiento. Para 2050 se espera que aproximadamente un tercio de los habitantes del país sean mayores de 60 años; las mujeres seguirán representando una proporción importante de ese grupo; la mediana de la población se encontrará en los 47 años; el número de personas potencialmente activas seguirá en una baja sostenida, y a esa fecha se esperan tasas de crecimiento demográfico negativas.
Los efectos de un futuro así son bastante predecibles. Demanda por una cobertura de seguridad social amplia; necesidad de un sistema de pensiones suficiente; un sistema de salud en transformación; un modelo de cuidados inevitable por la transformación de las familias, pero también por la vulnerabilidad económica, social y afectiva en la vejez, y, en un país con una alta concentración urbana, la necesidad de una vivienda para el último tramo de la vida, problema sobre el cual guardamos un incómodo silencio.
A ese país que nos ayuda a proyectar el informe del INE, necesitamos sumar los efectos de la crisis climática por la vulnerabilidad de nuestro país y los riesgos a los cuales están expuestos los mayores de 60 años, por los impactos que producen los eventos climáticos extremos en esa población: las olas de calor, el acceso a agua, la seguridad alimentaria o los desplazamientos forzados por catástrofes.
En un escenario así, resolver la pregunta de por qué necesitamos un nuevo pacto social y fiscal es más determinante que nunca. Si la estrategia se basa en intereses de corto plazo para corregir los excesos de la Convención, entonces la solución será contingente. Si creemos, en cambio, que un nuevo pacto es indispensable para la gobernabilidad democrática de las décadas que siguen, entonces el país de 2050 está definiendo sus resultados hoy.