En entrevista reciente, la presidenta de la UDI reconoció que el plebiscito es inevitable, pero señaló que es la Constitución de 1980 la que nos ha dado estabilidad económica estos ‘últimos 30 años’. Es cierto que transitamos por momentos duros, pero creo que es incorrecto atribuirle ese mérito al texto del 80. Esa estabilidad se produjo a pesar de la Constitución que ella reivindica. Las constituciones no solo importan por lo que dicen o por los motivos que invocan; importan también por las prácticas que provocan. Una cantidad relevante de problemas de política pública que hoy nos parecen obvios han terminado drásticamente bloqueados. Casos como el agua, los bosques, la pesca, la educación, la salud, la previsión y varios vinculados a la regulación económica —el episodio del pago de la deuda subordinada de los bancos fue el más evidente— fueron duramente resistidos por la oposición de los noventa, y en buena parte de ellas lograron triunfos en el Tribunal Constitucional (TC).
¿Eso generó estabilidad? Sí, pero solo parcial. Porque aplazó conflictos que pudimos resolver oportunamente y que hoy nos agobian. En agua y bosques aprobamos agendas cortas que hoy son insuficientes para resolver problemas críticos que los expertos advirtieron hace 30 años. En pesca descansamos durante largo tiempo en normas transitorias, hasta cuando pudimos legislar, pero provocando un escándalo de corrupción. En educación, las crisis de 2006 y 2011 fueron anticipadas en los debates que terminaron en el TC a fines de los 90. Los ejemplos abundan. ¿Por qué entonces tuvimos estabilidad? Las hipótesis pueden ser varias, pero hay algunas consistentes.
Por un lado, la capacidad del sistema político para generar acuerdos a pesar de las restricciones impuestas por el texto de 1980; y, por la otra, la confianza en las instituciones, que se mantuvo hasta que muchos de sus miembros decidieron sepultarla con sus actos. La ausencia de esta confianza es la principal barrera para afrontar la crisis que vivimos hoy. Patricio Aylwin, en su discurso del 12 de marzo de 1990 en el Estado Nacional, recordó que una de las grandes dificultades que enfrentaba la democracia éramos nosotros mismos; mal que mal, el fracaso de su generación en 1973 era testimonio de eso. Las denominó ‘grandes tentaciones’: las de los ajustes con el pasado, la de empezar todo de nuevo, y la tentación del poder. La Constitución de 1980 es fiel representante de ellas, aunque sus defensores prefieran olvidarlo. Por eso, en los tiempos difíciles que vivimos, el proceso constituyente cumple un rol simbólico para encauzar el nuevo pacto, uno que evite caer en esas grandes tentaciones y que permita recuperar la legitimidad que la política extravió en el camino. Pero para eso se necesitan menos lecciones morales y más responsabilidad con las generaciones futuras.