Cada cierto tiempo resurge el entusiasmo por invertir en un tren que conecte todo o gran parte del territorio. Pero se deben evaluar alternativas. Somos prácticamente una isla; una angosta, larga y accidentada faja de escasa tierra. Nuestro mar debiera servirnos de carretera, pero le damos la espalda al mantener una ley de cabotaje proteccionista y una ley de puertos incompleta.
La ley de cabotaje obliga a hacer el transporte marítimo nacional en naves de bandera chilena. Es decir, si llega a un puerto en la zona central un barco de bandera extranjera, este no podrá recoger carga y llevarla a Antofagasta, por ejemplo. Es tal la falta de competencia, y el consecuente nivel de tarifas para el transporte, que obligan a decisiones tan ineficientes como embarcar carga en la zona central en barcos de bandera extranjera para llevarla a Perú y, luego, transportarla en camiones a nuestras ciudades nortinas, a pesar de que el barco pasó frente a ellas en su recorrido.
Al no enfrentar competencia, el cabotaje está sumamente concentrado a nivel nacional y el grado de concentración es mayor por zona geográfica y tipo de carga. Al final, solo un par de grandes empresas acceden al servicio de cabotaje y el resto debe conformarse con camiones. Si bien la ley contempla excepciones, estas deben ser solicitadas a la autoridad que tiene amplias facultades discrecionales para no concederlas, introduciendo un grado de incertidumbre que nadie desea enfrentar y que, aunque se lograran sortear, los servicios contratados serían gravados con impuestos discriminatorios que refuerzan las barreras a la competencia.
A pesar del amplísimo consenso técnico, no se ha podido avanzar en un cambio legislativo. Los incumbentes que se defienden de la competencia no son solo los empresarios navieros y sus prestadores de servicios, sino que —por supuesto— los camioneros. Los mismos que se opondrían a la inversión ferroviaria. Así es que los costos políticos no debieran diferir, pero los costos de inversión en el caso de abrir el mercado de cabotaje son infinitamente menores o nulos.
Estas trabas a la competencia existen en Chile hace dos siglos y muchos países han legislado en forma similar, pero varios vienen de vuelta. En la UE compiten navieras de los distintos miembros y, además, algunos han permitido competencia del resto del mundo. Otro ejemplo, más comparable con el nuestro, es Nueva Zelandia, que en 1994 permitió que barcos de otras banderas que sirvan rutas internacionales puedan hacer cabotaje en el país, lo que redujo las tarifas entre 25% y 50% y, en algunas rutas, duplicó la carga de cabotaje. En Chile se estiman beneficios anuales que deberían superar los US$ 300 millones anuales, sin contar la reducción de externalidades negativas de congestión y contaminación de los camiones.
En cuanto a los puertos, esbozaré dos temas, los puertos públicos están limitados en número por ley y si requieren crecer, solo se les permite hacerlo en zonas adyacentes a las actuales; así, al estar en ciudades congestionadas de camiones, su crecimiento se dificulta. Por su parte, los puertos privados no están obligados a dar servicio —ejemplo: Dominga/La Higuera—, a pesar de ubicarse todos en bienes nacionales de uso público.
Así, liberar el cabotaje, terminar con la discriminación impositiva y adaptar la ley para disponer de los puertos necesarios, traerá muchos beneficios y dinamizará empresas en regiones que enfrentan altos costos para llegar al consumidor.