Una de las principales conclusiones del reciente Informe de Desarrollo Humano del PNUD es que es necesario que las élites nacionales recuperen un espíritu de colaboración y de acuerdos. Eso suele ser interpretado como una forma de apoyo a la política de los noventa, basada en supuestos acuerdos que estuvo acompañado de uno de los mejores períodos de crecimiento en Chile, así como de persistente desigualdad. Sin embargo, una lectura más acabada del informe nos muestra que esos acuerdos no son aceptables sin un contenido definido, ni tampoco a costa de reducción de mecanismos democráticos.
Establecer un mínimo común de diálogo democrático, además de una prioridad de los temas de largo plazo, debiese ser nuestra principal meta como país. Sin embargo, vemos constantemente como nuestros representantes buscan las ganancias de corto plazo, incentivados por un sistema electoral que privilegia a las personas por sobre las ideas. Así, la figuración pública y el reconocimiento de la marca personal importa más que la coherencia ideológica o incluso que metas de largo plazo. En época electoral, ya se está haciendo recurrente ver a quienes defendían a ultranza una postura, proponer proyectos de ley que promueven la contraria. Este tipo de actitudes puede generar un rédito inmediato, pero termina matando el sistema en el largo plazo.
Por otra parte, el llamado que hemos visto últimamente por parte de las élites económicas a ‘recuperar’ la época de los acuerdos, tiene poca resonancia con la ciudadanía. Por un lado, tal como muestra el informe del PNUD, las élites económicas son, por lejos, las que están más a contrapelo del resto de la ciudadanía. Incluso, tienen las posturas más negativas y divisorias dentro de las élites. El llamado a volver a una época ya lejana desconoce el costo de los supuestos acuerdos de ese entonces. Ricardo Lagos recordaba, con ocasión de los diálogos organizados por el Centro de Estudios Públicos en 2021, que la existencia de senadores designados doblegó a los gobiernos de la Concertación y, con ello, fomentó de manera trágica la desilusión y la desconfianza institucional. Acuerdos que se hacen pagando un precio tan alto como no cumplir las promesas hechas a la ciudadanía o no llevar adelante cambios necesarios, son siempre una mala idea.
En términos de contenido, el informe también nos entrega luces sobre cuáles son las principales preocupaciones que debiesen iluminar el debate político. Lo primero es un rechazo rotundo, y ya casi endémico, a la desigualdad. A pesar de considerar que vivimos en una sociedad cada vez más individualista, el reporte reconoce que la ciudadanía no está dispuesta a sacrificar mínimos igualitarios. Al mirar con más atención, nos damos cuenta que esos mínimos ya no son solo relacionados a lo económico, sino que surgen con fuerza los temas de igualdad de género, de trato entre personas distintas, y de provisión de servicios públicos como salud o educación.
La buena noticia es que hay recomendaciones claras sobre cómo seguir, pero que descansan en la posibilidad de que los gobernantes cumplan con sus promesas, que las élites se respeten y sepan dialogar a largo plazo y que, no se ignoren las necesidades que la ciudadanía pone como urgentes.