Durante los últimos días han sido recurrentes las críticas a la Convención Constitucional en el sentido que en ella están primando las ‘identidades’, que esto es manifestación del populismo que la amenaza, que se expresan en la creación de comisiones que poco o nada tienen que ver con el propósito de dicha instancia y que, por lo mismo, no ha estado a la altura de lo que se le requiere, es decir, discutir con sobriedad el fondo de las propuestas sobre las normas constitucionales que deben regirnos.
Por cierto, esas críticas parecieran abusar de la retórica de las ‘identidades’, sesgan la discusión hacia el populismo como discurso de la división y por esa vía, en algún sentido, desconocen lo que representa la Convención como institución. Esta no es más que una pluralidad de personas que —con distintos orígenes, trayectorias de vida, experiencias y conceptos sobre lo que entienden es mejor para nuestra convivencia común— se reúnen para que, utilizando las reglas de la democracia, nos propongan un pacto. En ese lugar concurren los tres elementos consustanciales a la democracia contemporánea (Müller, 2021): la libertad para expresar las opiniones que se defienden, la igualdad en el trato respetuoso que nos debemos en nuestras diferencias suprimiendo cualquier tipo de jerarquías, y una necesaria incertidumbre institucionalizada sobre el resultado.
Aunque pareciera innecesario explicarles a muchos de los intelectuales que formulan esas críticas algunas cuestiones elementales, es probable que estemos en presencia de una oportunidad única para poder observar empíricamente ‘consensos superpuestos’ (Rawls, 1993), es decir, acuerdos entre personas razonables, con profundas diferencias valóricas, religiosas, políticas y de vida, pero que no obstante eso pueden decidir sobre reglas, principios e instituciones comunes.
El pacto sobre esos principios abstractos, de los cuales solemos desconfiar en su aplicación práctica futura, implicará asumir que cada convencional constituyente los terminará interpretando según sus convicciones. Eso no tiene nada extraño: una Constitución se construye a partir de muchas mentes con puntos de vistas distintos (Sunstein, 2011) y por lo mismo las instituciones que garanticen su aplicación suelen ser determinantes para su éxito.
Pero nada de eso es posible lograr sin el establecimiento de reglas procedimentales elementales de las cuales se carecía previamente. Está demás explicarles a esos intelectuales, también, que sin esas formas básicas ningún resultado será posible. Por eso pretender que, a dos semanas de la instalación, los convencionales estén discutiendo las cuestiones de fondo, pasando por alto la necesidad acordar normas de procedimiento, es en algún sentido engañoso.