Hasta no hace mucho, nuestro desarrollo inmobiliario y urbano estaba en manos de empresas relativamente pequeñas, que operaban a escala local y se asociaban con oficinas de arquitectos de gran competencia y con un sentido ético-gremial del diseño en la configuración de la ciudad. También el Estado, en sus iniciativas de colaboración público-privada para la provisión de vivienda, recurrió a excelentes arquitectos, sentando por décadas un ejemplo de innovación y calidad. Es así como, desde los albores del modernismo apropiado en Chile, que coincidió con la expansión de Santiago y otras ciudades, una pléyade de arquitectos hoy ignorados, pero cuyos nombres reverberan en el panteón del gremio gracias a la memoria histórica preservada por investigadores, tesistas universitarios y monografías, repletaron los nuevos barrios de Ñuñoa, Providencia, Vitacura, El Llano, Viña del Mar, Antofagasta, Chillán, Concepción –por nombrar algunos– con casas y edificios realmente extraordinarios, cuya calidad y belleza perduran hasta hoy. Esos creadores olvidados y sus obras son la expresión de la función social y cultural fundamental de la arquitectura urbana: construir un paisaje bello y coherente, colaborar en establecer una identidad territorial, en lugar de intentar producir una vedete a la moda, egoísta y perjudicial para el conjunto.
Hoy, en que debatimos nuevas formas de convivencia, gobierno y desarrollo, tenemos el desafío de recuperar (y enmendar) la planificación de nuestras ciudades, cuya carencia ha permitido la degradación del paisaje y de la calidad de vida urbana ahí donde la renovación edilicia a gran escala era una oportunidad histórica, penosamente desperdiciada.