Durante los últimos meses se ha promovido un discurso de repudio a la clase política. La idea sobre la cual descansa esta idea es que todos son corruptos, que han defraudado al país y que se aprovechan de sus privilegios. Por eso, muchos políticos no pueden aparecer en manifestaciones públicas y son objeto de funas en calles, parques o aeropuertos.
Aunque varios defienden estas prácticas —e, irónicamente, otros las promueven desde el Congreso—, se olvida que tras estos actos, aparentemente ciudadanos, se encuentran también la humillación de las instituciones y el cultivo de los dogmatismos; todo lo contrario a lo que muchos de los que respaldan las movilizaciones sociales demandan a través de un nuevo pacto constitucional.
Buscar la ‘purificación nacional’ degradando la política y sus instituciones es una vieja estrategia de los autoritarismos. En nuestra historia Carlos Ibáñez, un golpista que luego fue Presidente elegido en las urnas, utilizó con eficacia ese discurso en la primera parte del siglo veinte, para reclamar legitimidad moral sobre los políticos. En esos tiempos de convulsión se recordaban las palabras de Vicente Huidobro cuando señalaba: ‘Es más democrático un tirano que sepa hacer el bien a su patria, aunque sea a la fuerza, que una docena de políticos corrompidos que se coman el pan del pueblo’.
Ese mismo discurso lo cultivó luego Pinochet, quien, entre las justificaciones del golpe, afirmaba que había existido una ‘gravísima crisis moral y social que estaba destruyendo el país’, para más tarde decir que ‘cada una de las oficinas públicas, (…) cada organismo del Estado es una verdadera caja de sorpresas, que muestra parte de un proceso de corrupción moral’. Estas ideas permitieron justificar a la dictadura, además de las repudiables violaciones a los derechos humanos en base a la deshumanización de sus adversarios, la clausura del Congreso, la supresión de los partidos políticos y una descalificación directa de la política. Las soluciones quedaban entonces en manos de ‘almas puras’.
En los tiempos que vivimos, pareciera conveniente tener conciencia de estos discursos que tanto daño nos hicieron. La única manera
que tenemos de salir de esta crisis es con política, sin impunidad y con respeto a la diversidad. Porque, como recordaba Judith Shklar, la política cumple un rol esencial para reducir la crueldad de nuestras diferencias.
Esto es algo que los propios políticos deberían entender, por el bien de nuestra democracia. Cuando ellos mismos reniegan de su condición, buscando una épica de la ruptura, parecieran no entender que el reproche de los ciudadanos es también contra esa burlesca forma de insurgencia, que alimenta la polarización y la sed autoritaria de los que desean el fracaso del proceso constituyente.