Tras la crisis sanitaria que vivimos muchos han afirmado que no solo se requieren medidas drásticas de confinamiento, sino que además cambios a la privacidad.
Impedir realizar seguimientos en línea de los afectados y de su grupo cercano implicaría un riesgo para la totalidad de la población y costos económicos significativos. El acceso a esa información permite medidas públicas eficaces, reduciendo esos riesgos. China y Corea del Sur son expuestos como ejemplos.
Esa explicación es simple y de sentido común, pero se parece bastante a un canto de sirenas que, como en el caso de Ulises, requeriría de adoptar algunos resguardos para no caer con facilidad en su seducción. Porque podríamos olvidar que lo que también está en juego es uno de los aspectos centrales de la democracia constitucional: el resguardo de la privacidad para impedir actos de discriminación.
Como bien explicó Hamilton hace más de doscientos años, las crisis son ‘épocas de cambio’, períodos de ajustes para el Derecho. La conquista de las libertades públicas y derechos básicos son consecuencia de esos procesos, pero también algunas de ellas han terminado promoviendo su violación en tiempos de excepción. La pregunta incómoda que debemos resolver es si las garantías de la democracia son compatibles con la supervisión sanitaria intensa que requiere una pandemia.
En nuestro caso, las reglas que conforman el Código Sanitario, dictadas en 1918, 1931 y 1967, todas resultado de importantes crisis, otorgan a la autoridad amplias atribuciones incluso para afectar las libertades personales sin autorización judicial y con auxilio directo de Carabineros. Ese diseño privilegia la salud pública, pudiendo adoptar medidas que son mucho más agudas incluso que las del estado de excepción constitucional de catástrofe.
Sin embargo, el tratamiento de los datos personales de los pacientes no fue la fortaleza de estas normas. En un modelo de salud pública que luego se debilitó, esta ausencia facilitó actos de discriminación. La solución llegó en 1999 y luego en 2012, al calificar los datos de salud como sensibles, proteger la ficha clínica e impedir la comunicación a terceros, salvo casos calificados.
Por eso, para responder la pregunta incómoda, el desafío que enfrentamos es si la tecnología puede ser una herramienta útil para que la gestión de la sanidad pública sea eficaz con el amplio marco de atribuciones de las cuales ya dispone la autoridad. Lo fácil es transformar la excepción en regla; lo difícil es facilitar la cooperación, respetando la privacidad y evitando la discriminación. Ese es el reto que enfrenta nuestra democracia constitucional en tiempos de pandemia: acotar los sacrificios, contener los miedos y discutir alternativas, pero sin caricaturas.
‘El reto para la democracia constitucional en tiempos de pandemia es acotar los sacrificios, contener los miedos y discutir alternativas, pero sin caricaturas’