En julio de 1995, doce senadores recurrieron al Tribunal Constitucional (TC) contra el proyecto de ley de trasplante de órganos, afirmando que se permitía tratar a una persona como un “cadáver sin serlo”. Los senadores en su impugnación formularon varias preguntas con la finalidad de interpelar éticamente a los jueces, pero una era reveladora: “¿existe tal conocimiento científico y tales avances tecnológicos que permitan predecir que una persona va a morir irremediablemente y a corto plazo para, en base a esta presunción, autorizar su desmembramiento?”. El TC rechazó la objeción, en votación dividida, entre otras cosas porque entendió que en estos casos existía consentimiento y una estricta evaluación médica.
Veintiséis años después estamos en una discusión similar: la Cámara de Diputados debate sobre la regulación de la eutanasia para el caso de personas con enfermedades terminales o aquellas que provoquen sufrimientos intolerables que no pueden ser aliviados de un modo aceptable. En la discusión en la sala de la semana pasada, los opositores al proyecto formularon objeciones parecidas a la de los senadores que recurrieron al TC en 1995.
La eutanasia es uno de los debates ético-legales más importantes de estos tiempos: exige equilibrar el propósito de la medicina moderna, de preservar la vida con todas las innovaciones tecnológicas de las que dispone, con el sufrimiento de pacientes que se encuentran en una situación de salud dolorosa e irreversible, en cuyo caso, los efectos de sostener artificialmente su vida pueden ser equivalentes a un trato cruel e inhumano, permitido por los recelos de una sociedad.
No hay duda de que la mayoría de los credos religiosos están contra la eutanasia. Pero sus razones, legítimas para su culto y la conciencia de quienes la profesan, no pueden ser los que definan una política pública donde está en juego la dignidad de los pacientes y sus familias. El martirio, como expresión de fe que implica un sacrificio legítimo entre los creyentes, no puede ser impuesto a la sociedad en su conjunto. Es la compasión que nos debemos los unos a los otros la que debería primar en la discusión de este proyecto.
A fines de marzo la Corte Suprema se pronunció respecto de la dignidad de la muerte en un caso de rechazo de tratamientos de una persona con enfermedad terminal. Sostuvo entonces que el Estado debía prestar atención domiciliaria a la paciente “en la serenidad de su seno familiar” para que “su condición de salud curse el devenir que los facultativos y la propia paciente conocen”, garantizando de esta forma “que dicho tránsito resulte lo más indoloro física y espiritualmente para ella y su grupo familiar”. Ese acto de humanidad quizá sea útil para explicar por qué la compasión no puede tratada como delito.