Será la primera convención constituyente paritaria del mundo, la primera vez en nuestra vida independiente que decidimos colectivamente quiénes redactarán la constitución y en la cual, además, los pueblos originarios pudieron decidir genuinamente sobre sus representantes. Hay buenas razones para estar contento, porque en momentos en que la política pareciera estar capturada por personas con tendencias autoritarias, que no soportan los desacuerdos y la complejidad de la sociedad en la que vivimos, elegir a un grupo diverso de mujeres y hombres para redactar nuestro nuevo pacto político, social y económico es un genuino privilegio.
Ahí está el gran desafío de los convencionales constituyentes elegidos el día de ayer: ser capaces de definir las reglas de ese pacto en el que todos se encuentren debidamente representados, y un sistema de distribución del poder que sea capaz de garantizar que dicho acuerdo sea sostenible en el tiempo. Porque si hay algo que los convencionales deberán tener presente es que en el futuro se les juzgará con severidad, porque los retos de esos tiempos serán otros, de modo que las palabras de hoy adquirirán progresivamente nuevos significados. Esa es la amenaza que enfrenta todo pacto constitucional.
La pregunta será siempre la misma. ¿Deberemos ser fieles al texto específico que redactaron los convencionales, o trataremos de proteger el fin para el cual se dispusieron esas reglas? La disputa será, entonces, de permanente interpretación sobre los «mínimos comunes» que justificaron esos acuerdos, donde los contextos serán determinantes para definir sus alcances.
Por eso necesitamos pensar en una Constitución fuerte, que sea capaz de enfrentar de modo exitoso el habitual «ejercicio de sospecha» que provoca el interpretar, una inacabada discusión entre los autores de ese pacto y los lectores de cada tiempo (Ricouer). Eso sólo es posible si comprendemos que el texto de la Constitución debe ser abierto y flexible para la implementación de las reglas democráticas. Una Constitución que pretende anclarse exclusivamente en su literalidad no sólo será rígida, sino que estará condenada inevitablemente al fracaso.
¿Por qué importa esto? Porque la forma en que llegamos hasta acá es fruto de un significativo esfuerzo que no sólo es triunfo de las generaciones actuales, sino que también de las anteriores que promovieron, desde el siglo XIX, la posibilidad de discutir un pacto genuinamente democrático, una idea que hasta hoy estaba poblada de frustraciones.
El desafío que enfrentan los convencionales desde ahora es tratar de construir esa Constitución fuerte: una que exprese el pacto común para la convivencia de quienes tienen desacuerdos, permitiendo encausar siempre el debate democrático y sus tiempos.