Las últimas semanas ha habido una serie de noticias relativas al uso de los recursos públicos por parte de nuestros parlamentarios, desde viáticos pagados en exceso hasta el seguro de autos de algunos cónyuges. Esto ha llevado a que se ponga en el tapete si los montos que reciben son o no excesivos para ejercer debidamente una función tan relevante y esencial en nuestro sistema democrático.
Dado que el Congreso goza de una bajísima popularidad, es usual que cualquier noticia relativa a este sea mirada con suspicacia por la ciudadanía y se critique su actuar, a veces de modo justificado por privilegios que aún subsisten y otras, a mi juicio, no tan justificadas.
Sin embargo, en general todo lo anterior tiene un factor común: los inusuales privilegios que aún detentan los parlamentarios y la falta de control externo. A esta altura cuesta entender que no se avance en mejores controles con un modelo similar a otros congresos de países más desarrollados, como Estados Unidos, Canadá, Francia o Reino Unido, donde existe un ente independiente (y no integrado por parlamentarios), encargado de la fiscalización de la aplicación de las normas y las correspondientes sanciones por su infracción. La oportunidad existió, se avanzó en una propuesta validada por la sociedad civil (la cual como Espacio Público impulsamos), pero como en muchos otros casos, el proyecto sigue ahí pendiente.
Nadie pone en duda que el Congreso es un poder del Estado que no puede ser intervenido o controlado por otro, como el Ejecutivo o el Judicial, pero esto no puede implicar una falta de control total, como ocurre en numerosas ocasiones donde las sanciones son casi inexistentes.
Avanzar en lo anterior probablemente evitaría muchas de las noticias que suelen ruborizar a parlamentarios y contribuiría a que la desconfianza no siga aumentando. En épocas donde el populismo avanza y se ponen en duda los acuerdos básicos sobre derechos humanos, necesitamos fortalecer nuestro principal órgano representativo.