Las nuevas revelaciones del caso ‘Audio’ exponen de forma grave las relaciones personales que tienen algunos miembros de la Corte Suprema y que, claramente, ponen en duda su idoneidad. No se trata sólo del obscuro proceso por el cual se consiguen las nominaciones presentadas por el Ejecutivo, sino que de los potenciales favores que se pagan en retribución. Esta crisis no sólo está fabricada por las conductas individuales de los involucrados, sino que también por los incentivos institucionales de un sistema que pone demasiado peso político sobre los tribunales.
Las cortes son políticas. Lo que en algún momento parecía una afirmación arriesgada, es hoy un hecho evidente. Incluso en aquellos países donde la tradición judicial se parece a la carrera funcionaria, la judicatura juega un rol clave en la política, poniendo límites y buscando la protección de los derechos que pueden estar en juego por mayorías circunstanciales.
Un trabajo publicado el año pasado por Pavón, Carrasco y Pardow muestra que los jueces de carrera en la Corte Suprema tienen un récord de fallos que se alinea claramente con posturas ideológicas. Esto se complementa con un trabajo que realizamos hace unos años junto a Jorge Fábrega y Sammy Drobny, en el que se ve que los ministros nombrados en cupos políticos al Tribunal Constitucional tienen un comportamiento más polarizado que quienes son nombrados por la Corte Suprema. En el fondo, la evidencia es clara en plantear que los jueces tienen preferencias políticas y que éstas se expresan en sus decisiones.
Pero decir que las cortes son políticas no es lo mismo que decir que son corruptas. Lo que hemos visto estas semanas es algo mucho más complejo y grave que evidenciar las afinidades ideológicas de la judicatura. En ese sentido, es iluso creer que los jueces son eunucos ideológicos y que su forma de interpretar y aplicar la ley no tendrá relación con la forma en que entienden la sociedad. Pero no debiese ser iluso creer que esas decisiones, por ideológicas que sean, obedecen a un trabajo serio y no a potenciales actos de corrupción. Por ejemplo, hace sentido que los ministros de la Corte deban hacer algo de campaña ante el Congreso para lograr los votos de su nominación. Pero algo muy distinto es que se base en intercambios de favores o mal uso de potestades jurisdiccionales.
Si ya la confianza en el Poder Judicial, y las instituciones en su conjunto, estaban en su punto más bajo, estas revelaciones terminarán por romper lo que queda. La solución a largo plazo es difícil y resistida: una reforma completa al sistema de nominaciones judiciales, desde los notarios hasta la Corte Suprema, que limite el rol de los actores políticos para ejercer sus influencias. La última vez que se discutió esto en serio fue en medio del proceso constituyente hace dos años. Es de esperar que el regocijo de algunos por el fracaso de ese proceso no limite nuestra capacidad de rescatar lo que es urgente y necesario del mismo. En el corto plazo, las únicas soluciones posibles dependen de la voluntad de los involucrados. Afortunadamente, los jueces de toda jerarquía pueden renunciar a sus cargos. Quizás sea el momento de recordárselo.