Cuando los tribunales pueden orientar soluciones: las consecuencias de los casos 27/F
28 de June de 2019
Una de las cuestiones centrales de un sistema institucional en Derecho Público es tratar de analizar de qué modo las decisiones judiciales pueden ser útiles a las deliberaciones públicas. Las sentencias cumplen roles simbólicos, porque la manera en que los jueces justifican sus decisiones cumple una finalidad dialógica —permite la discusión entre diversos agentes públicos sobre cómo resolver un asunto de política pública—, pero también una pedagógica, porque señala a la comunidad en qué casos sus derechos pueden ser tutelados (Gargarella, 2016).
Como afirma Kahn (2016), las sentencias judiciales cumplen un rol especial en los textos jurídicos, porque solo a través de ellas “el derecho conecta las órdenes con las explicaciones”, donde estas se construyen como un “ejercicio de persuasión” en que enunciando los motivos que sirven de base a la decisión “la corte genera un resultado en el mundo”, articulando argumentos que “seguirán existiendo después de la decisión” porque, al final del día, la “necesidad de la persuasión no es una debilidad del derecho, sino su fortaleza”, pues solo a través de ese medio nos convencemos de que los jueces no ejercen arbitrariamente el poder.
Y es que las decisiones judiciales no solo son importantes para el caso que resuelven, sino que además cumplen un rol central para los operadores del sistema legal en la delimitación de los contornos de la interpretación de las reglas. Dar razones (en oposición a tener la razón) es una de las cuestiones esenciales de la función judicial (Schauer, 2009).
Esa relación entre persuasión judicial y estructura dialógica de las sentencias judiciales es lo que podría explicar este mes tres decisiones de la Corte Suprema (20.6.2019, rol 16252-2018; 24.6.2018, roles 14.948-2018 y 16.619-2018) que aceptaron transacciones aprobadas por el Consejo de Defensa del Estado (CDE), en abril de este año, como consecuencia de la sistemática jurisprudencia de la Corte en los casos vinculados al terremoto y posterior tsunami del 27 de febrero de 2010 (27/F).
Como he explicado en otro momento, la tesis central de la Corte Suprema en esos casos ha sido que existió responsabilidad del Estado, pues los organismos establecidos para intervenir en materia de catástrofes están creados especialmente para actuar en ese tipo de situaciones, de manera que errores de información —aun cuando la situación sea caótica— afectan el desempeño regular del organismo y, en consecuencia, son constitutivos de falta de servicio.
La Corte sistemáticamente rechazó el argumento de la defensa fiscal, presente en todos estos asuntos, en que la magnitud del terremoto y sus efectos debían obligar a evaluar la intervención de estos organismos administrativos bajo hipótesis de caso fortuito o fuerza mayor. La Corte sostuvo regularmente que lo “absolutamente esperable de los servicios públicos precisamente destinados al efecto, era que, en posesión de información seria y obviamente atendible —de acuerdo, por lo demás, con el marco normativo vigente— de inmediato procedieran a lo primero: avisar, alertar, pues de por medio estaba el inminente riesgo de vida de personas. Era eso lo exigible, lo que habría de preverse del SHOA y la ONEMI”. (Ver en este sentido Ss CS 27.3.2017, rol 10165-2017; 28.8.2017, rol 97.661-2016; 31.7.2017, rol 88.986-2016; 17.4.2018, rol 18255-2017; 3.10.2018, rol 42539-2017; 8.11.2018, rol 871-2018; 4.12.2018, rol 45305-2017; 21.1.2019, rol 401666-2017; 1.2.2019, rol 3033-2018; 18.3.2019, rol 4185-2018; 20.3.2019, rol 5365-2018).
¿Cuál era la señal de la Corte en estos casos? En mi opinión, que la norma de competencia pública opera como regla de garantía si se trata de responsabilidad del Estado. En efecto, el mensaje de la Corte era que para evaluar la existencia de la falta de servicio la norma de competencia debe ser observada como un criterio de garantía frente a los ciudadanos, es decir, como un estándar de resultado de la intervención pública, algo así como una especie de “expectativa normativa” (Luhmann, 2002) en el desempeño de las funciones que debe ejecutar la Administración, dado que su incumplimiento implica una “decepción” de la intervención estatal que debe ser compensada a través de la indemnización de perjuicios, si al proceder de ese modo se ocasionan daños. La regla de competencia, así entendida, opera como mecanismo de asignación de potestades (la manera tradicional en que es estudiado el principio de legalidad en el Derecho Administrativo), pero también como una exigencia actual o potencial de intervención pública en los cuales los ciudadanos depositan razonablemente sus esperanzas.
En un contexto así es comprensible la posición del CDE cuando en su sesión del 9 de abril, que se perfeccionaron este mes, acordó las transacciones vinculadas a un conjunto de casos asociados al 27/F. Según consta en dicho acuerdo, los motivos para adoptar esta decisión fue “la jurisprudencia actual de la Corte Suprema respecto de la materia controvertida”. Para la defensa fiscal, dado el sostenido y uniforme criterio de la Corte para evaluar el funcionamiento estatal, ese día era conveniente para el interés público transigir las idemnizaciones.
Estas decisiones pueden ser comprendidas en dos perspectivas. Por un lado, la persuasiva, sobre la forma y modo de comprender el sistema de responsabilidad del Estado en caso de catástrofes, que explica la razonable decisión del CDE; pero, por la otra, lo regresivo que puede ser para un sistema de compensación a víctimas, bajo hipótesis de imputación extensivas, el dejar que los asuntos sean resueltos caso a caso por el sistema judicial, pues, como he señalado en otro momento, solo la víctima que puede costear los costos terciarios del litigio estaría en condiciones de disputar las indemnizaciones al Estado (Cordero Vega, 2010).
La invitación de las decisiones de la Corte Suprema en los asuntos del 27/F es a deliberar sobre las reglas de indemnización que nuestro sistema institucional debería tener para víctimas expuestas a catástrofes. Es en el ámbito de la compensación por medio de fondos públicos, y no en las acciones judiciales de responsabilidad del Estado, donde deberíamos discutir una sensata forma de indemnizar a las víctimas en tales casos, la misma que subyace a otros riesgos colectivos, especialmente aquellos en que la omisión del Estado y la situación desmejorada de las víctimas justificaría indemnizaciones en base a elementales criterios de “justicia distributiva”, pero esa debería ser una decisión de la “política” y no de los jueces.