¿Cómo deberían vincularse en un sistema legal organismos que tienen poderes de decisión en asuntos contenciosos administrativos para que las reglas del sistema institucional guarden coherencia? ¿Debe existir alguien que tenga la posibilidad de cerrar el debate de esa estructura institucional? o bien, ¿resulta conveniente tener diversos organismos que puedan operar como una especie de “alarmas de incendio” cuando otro de los que puede decidir se equivoca o deja abierta una visión alternativa de razonamiento judicial?
Esta cuestión es particularmente relevante en sistemas de control contencioso administrativo difuso como sucede en nuestro caso, en donde el Tribunal Constitucional (TC), la Corte Suprema (tercera sala) y la Contraloría General de la República disponen de esas competencias que, en ocasiones generan enfrentamiento, algo que ya he planteado respecto de las controversias en materia de acciones de mera certeza o la tutela de derechos fundamentales, en conflictos entre tales instituciones.
Por eso la pregunta relevante es cómo generar un sistema diálogo institucional que permita persuasiones mutuas y así lograr ciertas convergencias en el razonamiento al momento de resolver asuntos contenciosos administrativos. Una respuesta para eso seria la clásica discusión de deferencia entre organismos públicos. La otra es un debate propio del Derecho Internacional y el Derecho Constitucional comparado en el denominado “diálogo entre Cortes”, un asunto discutido habitualmente en la incidencia entre Cortes Internacionales o entre estas y las Cortes locales, así como la incidencia de los Tribunales Constitucionales comparados en las decisiones de las jurisdicciones constitucionales nacionales (Alison Young, 2017; Amrei Müeller, 2017).
Algo de eso es lo que podríamos estar viendo, a nivel doméstico, entre la Corte Suprema y la Contraloría en el último tiempo, en una especie de diálogo interinstitucional que ha indo construyendo categorías normativas que permiten justificar decisiones en base a argumentos desarrollados por una u otra. Dos ejemplos jurisprudenciales recientes son útiles para representar este fenómeno. Desde que la Contraloría en 2016 estableció mediante su jurisprudencia que el “principio de la confianza legítima” era el fundamento que permitía sostener que, si una persona había obtenido dos renovaciones sucesivas de su empleo a contrata, entonces en base a dicho principio tenía una especie de “derecho” a obtener una resolución motivada, dicho estándar comenzó hacer utilizado por la tercera sala de la Corte Suprema y le ha permitido a esta incrementar los efectos de este criterio, al afirmar que si esa renovación es por un tiempo superior a diez años —un plazo representativo del más puro arbitrio judicial—, entonces en base a dicho principio la única manera de remover a ese funcionario será por medio de calificación deficiente o sumario administrativo (ver este mes en ese sentido por ejemplo SCS 24.9.2019, roles 8180 y 11502-2019; 13.9.2019, roles 12530 y 13300 -2019).
Por su parte la Contraloría, quizá en una de las decisiones más relevantes de este año, cambio el precedente que había establecido el año 2005 (Dictamen 14.571) sobre la prescripción de las sanciones administrativas. En dicha oportunidad y considerando una sentencia del TC de 1996 (rol 244), afirmó que si la sanción administrativa provenía de un único ius puniendi estatal, entonces ante la ausencia de normas de prescripción, por una cuestión de identidad, se debían aplicar supletoriamente las normas de faltas del Código Penal (6 meses). Esa interpretación colonizó buena parte del debate legal en el denominado Derecho Administrativo Sancionador, a excepción de la tercera sala de la Corte Suprema quien progresivamente fue estableciendo que ese criterio de identidad, para justificar la regla supletoria, no podía buscarse en el Código Penal, sino en las normas generales del Código Civil (cinco años), las que siempre había sido considerado el “derecho común” supletorio, que entre otras cosas permitía la efectividad de la intervención administrativa. (Ver este mes, por ejemplo, SCS 10.9.2019, rol 16230-2018).
La importancia del dictamen del 2005 fue determinante por el efecto normativo que tiene en la Administración Pública chilena la jurisprudencia administrativa (De La Cruz, 2019). Sin embargo, este mes la Contraloría (Dictamen 24.731) decidió dejar atrás ese precedente, dejando sin efecto esa jurisprudencia y para eso explícitamente señaló que los criterios utilizados por la Corte Suprema para definir la supletoriedad en materia de sanciones administrativas era la correcta. Para eso, la Contraloría justifica su cambio de posición en base, sustancialmente, a los criterios que fue madurando la tercera sala en los últimos años.
Como afirma Kahn (2016) las sentencias judiciales, lo mismo se puede decir de los dictámenes cuando resuelven un asunto contencioso administrativo, cumplen un rol especial en los textos jurídicos, porque sólo a través de ellas “el derecho conecta las órdenes con las explicaciones”, en donde estas se construyen como un “ejercicio de persuasión”, en que enunciando los motivos que sirven de base a la decisión “la corte genera un resultado en el mundo”, articulando argumentos que “seguirán existiendo después de la decisión”, porque al final del día la “necesidad de la persuasión no es una debilidad del derecho, sino su fortaleza”, pues sólo a través de ese medio nos convencemos que los jueces no ejercen arbitrariamente el poder.
Y es que las decisiones judiciales, lo mismo que un dictamen, no sólo son importantes para el caso que resuelven, sino que además cumplen un rol central para los operadores del sistema legal en la delimitación de los contornos de la interpretación de las reglas. Dar razones (en oposición a tener la razón) es una de las cuestiones esenciales de la función judicial. (Schauer, 2009).
¿Cuáles deberían ser los estándares para estos diálogos interinstitucionales en la jurisprudencia? Ese es quizá uno de los principales desafíos que tiene nuestro modelo atomizado de contencioso administrativo. Los casos sobre la aplicación del principio de la confianza legítima en empleos a contrata y la supletoriedad de las reglas civiles en materia de sanciones administrativas, son dos buenos ejemplos de persuasiones mutuas, que descansan por ahora en un equilibrio entre deferencia y el prestigio de las decisiones de quienes las adoptan que, en la medida que consolidan posiciones comunes, permiten esa extraña convergencia horizontal de las “formas del Derecho” (la expresión es de Atria) en la construcción de un Derecho Administrativo que trata de construir una relativa coherencia.