El triunfo de Giorgia Meloni y sus Fratelli en Italia pueden analizarse como un caso especial en el avance de la ultraderecha, sobre todo por la historia de Italia y la continuidad histórica del fascismo. Asimismo, tampoco es tan sorprendente considerando los años de fiestas de Berlusconi o el reciente éxito electoral de La Liga y Matteo Salvini. Pero lo que sí es interesante es observar cómo un viejo slogan le vuelve a dar sentido a la ultraderecha: Dios, Patria y Familia.
Meloni no es la única en apelar al núcleo de los ideales conservadores, que en el caso de Italia, proviene directo desde Mussolini. Bolsonaro ha hecho suya esta trilogía, lo que le ha permitido construir una base profunda en los sectores más religiosos de la sociedad brasileña. En Chile, el representante local de la ultraderecha, José Antonio Kast, le agrega la noción de Libertad, con el objetivo de trazar una línea directa con el legado de Jaime Guzmán. En Europa, el mismo mantra es repetido por Victor Orban, Vox (con la mención a la hispanidad), o la derecha polaca. Sin ser una estrategia universal de la ultraderecha, sí ha servido para ofrecer un relato simple y unificador.
Frente la simpleza de este relato, la izquierda aún no logra construir una alternativa igualmente atractiva. En primer lugar, el progresismo actual mira con algo de desdén a la religiosidad popular y a las manifestaciones patrióticas. En vez de ofrecer una resignificación de estos espacios, incorporando distintas cosmovisiones, o considerando los elementos que promueven el orgullo patrio, ha preferido entregar esos espacios a la ultraderecha. El problema es doble, ya que en vez de ofrecer un relato alternativo igualmente unificador, propone un catálogo de luchas diversas, aunque ligeramente conectadas. Ante la fuerza de un mensaje que busca llegar a las masas, la izquierda trata de abarcar a muchos con una serie de mensajes que apelan a unos pocos.
Esto no quiere decir que sea imposible construir alternativas al avance de la derecha radical, sino que es importante considerar la razón principal de su incipiente éxito. En una época en la que las grandes ideologías han caído, en que la gran clase obrera ha dado paso a otras formas de precariedad, y que el individualismo – algunos dirán el neoliberalismo – se ha tomado el foco de nuestras relaciones sociales, urge la construcción de una identidad compartida. Es más, si hay espacio a considerar la existencia de una política de identidad para el progresismo, ésta debe construirse desde un espacio común. Ahí es donde las nociones de la espiritualidad, la patria y el núcleo familiar pueden tomar una nueva forma de configurar esa identidad.
En el fondo, la tarea pasa por no abandonar estos espacios que han dado sentido a las sociedades por tantos años, sino que otorgarles un significado que sea compatible con los valores democráticos, la inclusión de las distintas diversidades, las distintas cosmovisiones, y la construcción de una sociedad más justa. Quizás, de haberse planteado las demandas diversas a través de ese lente común, el resultado del plebiscito hubiese sido distinto. Pero eso es ya política ficción.