Esta situación exige apreciar el conflicto más allá de los derechos de propiedad e implica comprender que el futuro que nos espera requiere de soluciones integradas, un asunto que por cierto tampoco será suficiente abordar con el debate constituyente, pues la solución a la gravedad del problema actual supera lo que esas reglas pueden establecer.
¿Esto lo pudimos anticipar? Sí, y lo peor es que teníamos plena conciencia de que enfrentaríamos escenarios complejos. En 1992, la administración Aylwin envió al Congreso una modificación estructural al Código de Aguas de 1981. En el mensaje de ese proyecto, el Ejecutivo advertía que uno de los desafíos que encaraba el país era ‘la disponibilidad de recursos de agua, en cantidad y calidad apropiados’, insinuando que resolver este asunto era determinante para el desarrollo económico, social, ambiental y de calidad de vida de las personas, especialmente porque sufriríamos ‘condiciones generales críticas de escasez’ que requerirían de ‘normas legales eficaces para solucionar esas dificultades’. Este proyecto no se pudo discutir sino hasta 1997, la derecha lo impugnó ante el Tribunal Constitucional ese mismo año y sólo fue aprobada una ley corta en 2005, desnaturalizando su propósito inicial y desoyendo por completo las advertencias sobre el futuro que contenía el mensaje de 1992.
Si bien el Senado discute modificaciones al Código de Aguas y está abordando la desalinización, consta un amplio consenso entre los convencionales constituyentes de que necesitamos reglas útiles para la gestión sustentable del recurso hídrico. La Corte Suprema, frente a crónicas situaciones de escasez, ha señalado además que existe un derecho humano al agua. Pero lo cierto es que el Ejecutivo advirtió ya hace treinta años que el arreglo normativo vigente no sería útil para abordarlos procesos críticos que se nos presentan hoy.
Cuando los efectos del cambio climático nos acechan, existen comunidades en riesgo vital y tenemos actividades productivas que pueden estar condenadas en su desarrollo, nos damos cuenta que estamos pagando el precio de eludir advertencias oportunas. Esta crisis nos vuelve a mostrar que, cuando los políticos buscan beneficios contingentes, la política pública y la sociedad en el largo plazo pagan los costos de mezquinos intereses personales.