Existen quienes reclaman una integridad moral para exigir acciones y son capaces de pontificar qué es justo, de identificar el bien y reprochar el mal, jugando entre ellos como si fueran fronteras marcadas por el filo de un cuchillo. Es una forma, como explica Phillipe Claudel, de simplificar lo complejo para poder dormir.
Pero los problemas públicos son más complejos que esas simplificaciones. Y aquí estamos nuevamente tratando de buscar un diálogo para explicar por qué un nuevo pacto social requiere inevitablemente de un acuerdo constitucional. Nuestra historia demuestra que, hasta ahora, ese debate nunca lo hemos tenido con honestidad.
Las tres constituciones que nos han regido por más tiempo son consecuencia de acuerdos espurios. La de 1833, que rigió noventa años, fue resultado de la guerra civil de 1829-1830, tras la cual se convocó a una ‘gran convención’, integrada por diputados y notables elegidos por la Cámara de Diputados. Esta encargó a siete hombres la redacción de un borrador de nueva Constitución que finalmente se aprobó, imponiendo el modelo autoritario buscado por los conservadores. Las consecuencias son debatibles especialmente tras la reforma de 1874, pero bajo sus reglas tuvimos una guerra civil en 1891 y se desarrolló la práctica de un parlamentarismo clientelar que provocó la demanda por un nuevo texto en 1925.
Este último rigió por 48 años y fue consecuencia de una crisis terminal de la política. Con el presidente fuera del poder y
con el movimiento militar de 1924, Alessandri retomó su cargo y convocó a una comisión consultiva de 122 miembros. Esta funcionó parcialmente, imponiéndose el texto que quería el Gobierno. Se reformó siete veces y, tras el golpe, los juristas de la dictadura la culparon de la crisis de 1973.
En la Constitución de Pinochet trabajó una comisión de ocho miembros. Su texto fue aprobado por la junta militar, con un plebiscito farsante de por medio. Su contenido ha sido reformado por más de 20 leyes, y, tras el retorno a la democracia, Ricardo Lagos trató de sepultar su origen al estampar su firma en un texto refundido tras la reforma de 2005, una pretensión grandilocuente que no bastó para transformarla en un texto democrático como aspiraba su generación.
Desde la independencia, jamás hemos gozado de un proceso constituyente genuino. Hasta ahora, los textos han sido fruto del triunfo de una facción que utilizó la Constitución para imponer sus reglas y definir las condiciones de la política, buscando neutralizar a sus adversarios.
Por eso el momento que vivimos desde hace algunos años es importante. Por primera vez desde que somos República estamos en condiciones de discutir un texto constitucional que permita definir los criterios de nuestra vida colectiva, sin exclusiones y con lealtad democrática.