En 2015 se estrenó la película el “Laberinto del silencio”, de Giulio Ricciarelli, cuyo tema central es la investigación de los crímenes de la Alemania nazi en Auschwitz. Casi veinte años después del fin de la guerra, con los autores de esos delitos libres —personas normales que cumplían órdenes, se afirmaba —, con un país que deseaba olvidar y que buscaba disfrutar el milagro económico que vivía. Durante esos años, muchos alemanes participaron de una verdadera “conspiración” del silencio, gracias a la cual evitaban revivir un pasado doloroso, por el cual los hijos sabrían que sus padres pudieron ser autores o cómplices de crímenes atroces. La película, que irónicamente tuvo poco impacto en nuestro país, se basa en hechos reales que dieron origen a los denominados juicios de Frankfurt entre 1963-1965, la primera vez que autores de crímenes de guerra fueron juzgados en su país.
Chile ha vivido durante largos años una especie de pacto de silencio, en el que sólo los familiares de las víctimas se han mantenido atentos. A pesar de las largas investigaciones judiciales —muchas de ellas tienen casi tres décadas— mantienen la legítima demanda de saber que ocurrió con sus familiares a manos de funcionarios del Estado y evitar así la impunidad.
Por eso resulta tan violento que la semana pasada, tras conocerse las declaraciones de Mauricio Rojas sobre el supuesto “montaje” que significa el Museo de la Memoria, y su posterior renuncia como ministro de las Culturas, un sector de la derecha afirme que, a pesar de que condena esos crímenes, es relevante el contexto para entender la violencia política en Chile. Esta respuesta repudia la conciencia y la razón. Condenar, pero resaltar el contexto, se parece demasiado a justificar o atenuar responsabilidades.
Este conflicto representa el peor de los fantasmas para la derecha y el Gobierno, porque no basta con sostener su compromiso con los derechos humanos. En la política actual sería un suicidio decir algo distinto, y de ahí que esa afirmación sea simplemente retórica. La pregunta genuinamente correcta es si están dispuestos a romper con esa conspiración del silencio, de enfrentar la historia de una vez y asumir que sus acciones u omisiones en dictadura fueron parte importante de la justificación que ésta les otorgó a sus crímenes, como un costo necesario para el pretendido progreso material de una nación.
Y es que, a pesar de que algunos de los autores de esos delitos han sido condenados en una difícil transición, aún no sabemos el paradero de muchas de las víctimas. Mientras eso no suceda, esta historia seguirá presente entre nosotros, el museo será una institución indispensable y nuestra democracia no podrá aceptar que esto sea parte del pasado.