Varios de los que trabajamos por el retorno a la democracia y luego, a partir del 90, en diferentes gobiernos, sentíamos orgullo de los logros del país en diversos aspectos económicos y sociales. No obstante, estábamos conscientes que teníamos desafíos para lograr efectivamente «crecimiento con equidad», lema que inspiró al primer gobierno democrático. Pasamos de ser un país de ingreso medio-bajo con un ingreso per cápita de US$ 7 mil en los años noventa, a un país de ingreso medio-alto con US$ 25 mil en la actualidad. El crecimiento permitió la creación de empleo y la posibilidad de sostener políticas sociales que redujeron drásticamente los niveles de pobreza. Incluso, en materia de desigualdad y movilidad social hemos mejorado, aunque no a la velocidad que nos hubiera gustado. El 90, Chile era uno de los más desiguales de la región, con un GINI de 0,57, mientras que el 2018, casi tres décadas después, este indicador era de 0,46. Se trata de un buen avance, aunque todavía insuficiente y desafortunadamente, con un estancamiento en la última década que coincide con el periodo en que cae la productividad total de factores y baja la tasa de crecimiento económico, así como la de diversificación exportadora.
La caída de la productividad total de factores de Chile en los últimos quince años es un síntoma de una incapacidad de la economía chilena de seguir creciendo aceleradamente, debido a las restricciones y vulnerabilidades que impone una estructura productiva demasiado dependiente de unos pocos recursos naturales, con una insuficiente diversificación y sofisticación del aparato productivo. Tenemos una economía dual, con un sector de recursos naturales intensivo en capital, que demanda pocos empleos de calidad y otra de servicios de baja productividad que crea la mayor parte del empleo urbano. Esto produce frustración creciente en las nuevas generaciones que egresan de la educación terciaria y no tienen perspectivas de empleo compatible con el esfuerzo que han realizado.
Esta economía dual acumula tensiones que la dejan expuesta a una pugna distributiva que puede terminar por frustrar la oportunidad de alcanzar un desarrollo inclusivo y sustentable y caer así, como muchos otros países, en la trampa de los países de ingreso medio.
Chile tuvo un periodo de diversificación exportadora entre 1987 y el 2007, en que el volumen de las exportaciones no-cobre creció casi a dos dígitos. En el periodo 90-97, este crecimiento alcanzó un 12% al año. El año 2000, más de un tercio de las exportaciones chilenas eran productos que no se exportaban antes del año 1980. Este cambio estructural generó un crecimiento extraordinario, con significativa creación de empleo y reducción de la desigualdad.
No obstante, a partir del 2008, el crecimiento y la diversificación exportadora caen drásticamente, arrastrando a toda la economía a un menor crecimiento, lo que además estanca el mejoramiento en la distribución del ingreso. En efecto, entre 2008 y 2018 el volumen de exportaciones de cobre creció solo a 0,7% y las no-cobre al 1,6% al año. La mayoría de los sectores exportadores que tiraron el carro del crecimiento en los noventa hoy tiene restricciones naturales a su crecimiento, que además afectan su productividad. El coeficiente de GINI solo mejoró marginalmente entre 2006 y 2018, desde 0,48 a 0,46.
El principal obstáculo que ha enfrentado la política de desarrollo productivo para abordar desafíos estratégicos, desde la estructuración del royalty a la minería el 2005, es la falta de consistencia temporal en la política pública de desarrollo productivo debido a cambios gobierno que interrumpieron los programas desarrollados.
Sin embargo, países ricos en recursos naturales, hoy desarrollados, lograron sofisticar sus economías y mejorar su distribución del ingreso en función de esto. En todos estos países la política pública de innovación y capital humano ha jugado un rol fundamental, convocando al sector privado, trabajadores y academia a esfuerzos compartidos que aumentaron significativamente el capital social, ingrediente fundamental para innovar.
Se requiere fortalecer las políticas de desarrollo productivo e innovación con un foco claro en la sofisticación y diversificación de la economía, a partir de nuestros recursos naturales, generando estrategias de sustentabilidad y encadenamientos productivos que estimulen la inversión y la generación de empleos de calidad. Debemos abordar los desafíos de la transformación digital, haciendo un gran esfuerzo de desarrollo de habilidades digitales en amplios sectores de la población, pero también de modernización del Estado e innovación empresarial.
La singularidad de Chile de contar con el mayor potencial solar del mundo, junto con distritos mineros metálicos y no metálicos de envergadura, crea ventajas competitivas para transformarnos en exportadores de materiales con baja huella de carbono. Incluso, podemos llegar a ser líderes en exportación de energía a través del hidrógeno verde y sus derivados químicos. Un reciente estudio de Mckinsey estima que una estrategia de carbono neutral para Chile tiene beneficios netos en valor presente superior a US$ 30.000 millones, derivado precisamente de las ventajas en energías renovables.
Tenemos un potencial enorme en alimentos saludables y sustentables, fibras forestales e industria de la madera, turismo de naturaleza, por nombrar algunos sectores con ventajas en los que debemos desarrollar estrategias que nos permitan fortalecer el capital social.
En conclusión, la posibilidad de fortalecer nuestro gasto social para enfrentar las urgentes demandas que han estado postergadas, debe estar acompañado de un esfuerzo de inversión en innovación y capital humano que permitan sofisticar nuestra economía. Esto generaría un círculo virtuoso en que la distribución funcional del ingreso y la equidad mejoren sustancialmente de debido a un mayor, más sofisticado y sustentable crecimiento económico Chile.