La propuesta de “modernización tributaria” presentada por el Gobierno representa en toda su magnitud las obsesiones de la derecha, en particular, con el rol de la fiscalización tributaria. Algo que recuerda también, en algún sentido, los argumentos utilizados para oponerse al fortalecimiento del Servicio Nacional del Consumidor.
Pero esto no es nuevo. En la década anterior, esa misma obsesión llevó a la creación de los Tribunales Tributarios y Aduaneros, con el propósito de que un juez especialista controlara la labor del Servicio de Impuestos Internos (SII). En la reforma tributaria de la administración Bachelet, ese prejuicio se manifestó en la norma antielusión, bajo el discurso de que por esta vía se entregaban márgenes de apreciación subjetiva, apartándose de lo que ocurre en la “realidad” del mundo de los negocios.
La majadera insistencia, en el mensaje de la reforma, acerca de la necesidad de restringir la discrecionalidad del SII, exhortando a la certeza y seguridad jurídica, no es sino la reproducción de un argumento que se repite cada vez que hablamos de entidades de fiscalización. Este sesgo, que por cierto es ideológico, se vuelve explícito cuando se refiere a los criterios de interpretación que deben primar al momento de resolver un asunto tributario. En la propuesta presentada no es el interés público el que debe primar, sino el propósito de los negocios, de modo que el proyecto de ley obliga al SII a someter sus interpretaciones a las reglas propias del derecho privado.
¿Por qué algo que en apariencia puede ser calificado de simplemente jurídico se vuelve políticamente relevante? Porque prescinde de lo que subyace a las normas tributarias, como parte de un sistema de derecho público para garantizar el interés general, sobreponiéndose en ocasiones a los acuerdos privados. El propio derecho tributario está construido sobre la base de una serie de presunciones y ficciones que no necesariamente se compadecen con el contenido de las operaciones civiles y comerciales. Los mercados privados son dinámicos, pero la tributación debe elegir un momento y determinadas características de los hechos para poder gravarlos. Eso responde a criterios públicos y no privados, como pretende el proyecto.
Esta reforma, más allá de los aspectos asociados a la recaudación, nos enfrenta a la necesidad de optar entre dos maneras de comprender las reglas tributarias: aquella destinada a limitar la caricatura del Leviatán tributario para no alterar las razones privadas de los negocios, o la solidaridad, que nos obliga a observar nuestras actividades privadas vinculadas con los tributos con lealtad pública. El Gobierno ha optado por la primera y no es extraño, porque así piensa la derecha sobre los impuestos desde siempre.