Pierre Delvolvé (2018, p.1) ha señalado, con razón, que el “derecho administrativo probablemente ha cambiado más desde principios de siglo que en los dos siglos anteriores. El XIX fue el de su afirmación, el XX su estructuración; con el siglo XXI, se realiza su transformación”.
Aunque como se sabe el Derecho Administrativo chileno ha tenido un desarrollo tardío, una de las instituciones que le ha servido de base en su progreso ha sido el empleo público, el mismo que hoy, a fuerza de decisiones jurisprudenciales, se encuentra en una profunda transformación.
En efecto, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX nuestro país vivía tiempos de convulsión y la demanda por una reforma estatal se hacía especialmente acuciante, como lo demostraba el proyecto de reorganización de ministerios de 1887 y la comisión parlamentaria de 1893. Los efectos de un Estado gestionado como botín de guerra, la idea del patronazgo en la Administración Pública, establecer criterios mínimos para ingresar al Estado y moralizar la función pública (bajo la idea weberiana de separar la política de la Administración) llevó a que los autores de la Constitución de 1925 establecieran los elementos centrales sobre los cuales debía ser desarrollada la Administración Pública: la idea de Estatuto Administrativo para profesionalizar la función pública; la descentralización y la existencia de tribunales contenciosos administrativos para impugnar los actos de autoridad. (Sobre el proceso de reforma burocrática en Chile, desde una visión distinta al Derecho Administrativo, ver a Diego Barría Traverso, 2008; 2009; 2014).
Como se sabe, las dos últimas constituyeron proyectos normativos frustrados, pero la idea Estatutaria obligó a pensar la manera en que concebíamos la Administración Pública y su intervención, lo que conformó el desarrollo de las piezas básicas del Derecho Administrativo chileno que ha permitido su evolución hasta hoy.
Con la idea estatutaria en la mano, como ha explicado un sector de la literatura nacional (Pantoja, 2012), la jurisprudencia administrativa en particular sostuvo que dado el contenido de la cláusula constitucional, cualquier texto específico que regulara el empleo público sería considerado Estatuto Administrativo. ¿Por qué importaba esa precisión? Porque a partir de entonces fue esa jurisprudencia la que comenzó a sistematizar los criterios generales sobre la cual se constituiría el empleo público y, para poder lograr eso, tuvo que pasar por definir las categorías centrales del Derecho Administrativo como el acto administrativo, sus elementos, extinción, la toma de razón, el control administrativo, la función pública, los deberes estatales, permitiendo consolidar progresivamente criterios jurisprudenciales que nos siguen hasta hoy.
Como he sostenido en otro momento (Cordero Vega, 2010), sin contencioso administrativo —que permitió el desarrollo del Derecho Administrativo comparado— el sistema institucional chileno desarrolló las instituciones de su Derecho Administrativo al amparo de la jurisprudencia administrativa, en especial desde sus normas estatutarias.
Valentín Letelier, en 1896, cuando era fiscal del Tribunal de Cuentas —predecesora de la Contraloría— y cuyos dictámenes fueron determinantes a principios del siglo XX, ya sostenía que “las leyes no son los que dice su letra, ni son lo que dice su historia. Las leyes son lo que dice su aplicación”.
Como se sabe desde hace algunos años, bajo ese criterio evolutivo del Derecho Administrativo a partir del sistema de empleo público la Contraloría estableció, para resolver la controversia sobre la renovación de los empleos a contrata, la tesis de que si una persona tenía más de dos renovaciones sucesivas nacía para el funcionario, en base a un principio de confianza legítima, el derecho a obtener decisión motivada sobre su no renovación y bajo hipótesis cualificadas, con indiferencia que la ley estableciera explícitamente que dicho empleo —la contrata— fuese transitorio, hasta el 31 de diciembre de cada año. (El origen de esa doctrina está en los dictámenes Nº 85.700, de 2016 y Nº 6.400, de 2018).
Acerca de este criterio la Corte Suprema ha sostenido, en general, que sobre la base de ese principio las personas tienen derecho a esa decisión motivada y que si los fundamentos del acto administrativo no son consistentes con la naturaleza de los hechos, entonces existiría desviación de fin o de poder. Sin embargo, existe discrepancia entre los jueces si esto se traduce en un derecho de los funcionarios a la renovación obligatoria. (Para revisar esos criterios, ver a título simplemente ejemplar en las últimas semanas SsCS 11.3.2019, rol 31.364-2018; 12.3.2018, rol 31.505-2018; 20.3.2019, rol 20.510-2018; 26.3.2019, rol 26.304-2018, 26.437-2018 y 31.306-2018; 8.4.2019, rol 28.324-2018; 23.4.2019, rol 2762-2019).
Eso, hasta que durante este mes la tercera sala de la Corte Suprema (16.4.2019, rol Nº 3886-2019), en decisión unánime, resolviera quizás uno de los casos más importantes de lo que va del año. Afirmó que si una persona ha trabajado para el Estado en un empleo a contrata por más de 10 años “resulta contrario a la razón sostener que se trata de una función ‘transitoria’, sino que, por el contrario, queda en evidencia que la necesidad pública que se pretende satisfacer a través de aquella prestación de servicios a devenido en permanente” (c.4). Sobre la base de este argumento sostuvo que poner término a su empleo era ilegal y ordenó la renovación de este. Sus consecuencias son significativas, pues para la Corte un empleo con esa temporalidad tiene las mismas características que uno de planta. Así, entonces, es el tiempo y la regularidad de la función las que tienen la virtud de cambiar la naturaleza legal de un empleo público.
El caso es relevante precisamente porque revela el poder de la jurisprudencia en el Derecho Administrativo, una que necesita inevitablemente adecuar las reglas a la actualización fácticas de una realidad administrativa cambiante que hagan posible precisamente cumplir con los objetivos públicos perseguidos por la Administración Pública y que, por lo mismo, requieren de rigurosos estándares para su construcción por parte del juez administrativo (Gaudemet, 1972), el que constituye, quizás, el principal desafío que enfrenta actualmente la Corte Suprema y de ahí la atención que debemos tener a las razones de sus fundamentos.
Entre los especialistas en reforma del Estado existe un amplio consenso en la necesidad de reestructurar el sistema de empleo público en nuestro país, esencialmente porque un sistema como el actual —en que cerca del 70% de los funcionarios se encuentra en un empleo precario— no es idóneo para lograr una transformación pública efectiva, incentivando, a la inversa, un nuevo patronazgo en la Administración Pública.
La contumacia del Congreso y el Ejecutivo en abordar esa reforma tiene a la jurisprudencia de la Corte Suprema y la Contraloría como protagonistas inevitables de la misma, lo cual es útil como efecto simbólico, pero perjudicial para la política pública en el largo plazo.