Desde marzo convivimos con un estado de excepción. La pandemia nos ha obligado a vivir de modo anormal. Nuestra vida cotidiana, el trabajo y la educación se han alterado irreversiblemente, y nuestras libertades esenciales han sido limitadas al servicio de la prevención sanitaria.
El virus, y los efectos de octubre de 2019, nos han sometido a una tensión social, económica y política como no la habíamos tenido en décadas. Y aunque es cierto que abundan los diagnósticos catastróficos que apuntan al fin del «milagro chileno», a la decadencia y el narcisismo en el debate público, a la crisis de representación y a la violencia en las calles, lo cierto es que en el peor de nuestros años ha aflorado también la esperanza.
La pandemia ha servido para demostrar que la vida de las personas es tan importante como la economía; que cuidarnos unos a otros es esencial para la construcción del futuro; que el sentimiento de compasión y la solidaridad son elementales para lograr una vida digna, y que corregir la desigualdad es un imperativo colectivo. El esfuerzo mundial por disponer de vacunas en menos de un año es quizá, entre toda la desgracia acumulada, el mejor ejemplo que la humanidad sigue teniendo un propósito común.
En una crisis sin precedentes, en la cual las torpezas han abundado, la pasividad del Ejecutivo incentivó disrupciones parlamentarias y tensionamos el sistema judicial para solucionar los problemas en que la política quedó estrecha, los ciudadanos decidieron ir a votar masivamente para iniciar un proceso constituyente inédito en nuestra vida republicana, aún con los temores del contagio. Con indiferencia de la opción que cada uno eligió, ratificamos a la democracia como único medio para solucionar nuestros problemas públicos.
Y a partir de entonces la ciudadanía se activó aún más. Los independientes han comenzado a disputar el protagonismo a los partidos políticos para lograr un cupo en la constituyente, se movilizaron los diálogos ciudadanos y hemos aprendido a reunirnos en todo tipo de plataformas, con las limitaciones de la virtualidad y tratando de crear nuevos gestos para forjar confianzas. El diálogo se hizo político y no técnico, las palabras se hicieron comunes y no doctas, la democracia se transformó en una conversación cotidiana, a ratos ácida e ingrata, pero donde seguimos tratando de exponer razones.
El país no se ha destruido, la vacuna ha mostrado la excepcionalidad humana, nuestro futuro está por escribirse y todo sigue dependiendo de nosotros. En este camino que hemos iniciado estamos indisolublemente atados, y ojalá podamos decir al final, como el poema de Cavafis: ‘Ítaca te ha dado un viaje hermoso/ Sin ella no habrías emprendido el camino’.