La construcción de un Estado social democrático de derecho pareciera ser una de las áreas de conflicto dentro de la nueva Constitución. Si bien el nombre es largo, guarda dentro una serie de significados que cambian de forma relevante cómo comprendemos el rol del Estado en nuestro país.
El principio de subsidiariedad experimenta una reciente recuperación de popularidad entre sectores conservadores y moderados, alimentados por la idea que no existiría incompatibilidad con la idea del Estado social. Con ello se ignoran décadas de disputa sobre los límites de la provisión estatal en temas como las jubilaciones, la salud o la educación.
La discusión constitucional en la Comisión de Expertos ha avanzado hacia una noción de Estado social, pero principalmente en los títulos. En el detalle, hemos visto cómo se cuela el mismo pensamiento que nos ha gobernado desde la recuperación de la democracia y que ha traído tantos problemas en el debate sobre la provisión de servicios claves, como la salud. La pandemia demostró la necesidad de un Estado activo y con capacidad preferente en la provisión de salud, y la crisis autoinfligida de las Isapres nos muestra lo que pasa cuando los prestadores privados funcionan con criterios de negocios. La propuesta aprobada en general en la Comisión de Expertos vuelve a consagrar esta división al hablar de regímenes de salud, ignorando lo que hemos aprendido.
Otro ejemplo de la incompatibilidad entre subsidiariedad y Estado social lo presenta la propuesta sobre si el Estado puede o no crear empresas y competir en el mercado. Si las intenciones sobre la subsidiariedad positiva fuesen honestas, se debería permitir un sistema en que el Estado, sin más trámite, tome control de áreas prioritarias de la economía cuando los privados no den el ancho. Algo así como lo que ocurre en el Reino Unido con los trenes: cada vez que una empresa falla en lo prometido en sus contratos, el Estado toma el control hasta encontrar a alguien que lo pueda hacer de forma eficiente. Pero no, la propuesta reedita las múltiples vallas para que el Estado cree empresas, exigiendo leyes especiales, con quórums especiales, para tareas esenciales.
Hemos vivido mucho tiempo sobre la lógica de que el Estado es un ente perverso, poco eficiente, corrupto y molesto. Esa postura la permite a algunos sostener que el mundo privado chileno pareciera ser una utopía meritocrática, algo que la evidencia se ha encargado de refutar. Es cierto que todos los estados sufren de problemas, pero también que cumplen una función clave en el desarrollo de sus países y, dicho sea de paso, de sus empresas privadas. La visión dialéctica que nos ofrece la subsidiariedad, proponiendo una rivalidad artificial entre lo público y lo privado ya no tiene sentido. Incluso en términos de asociatividad, vemos que esta es más presente en países con altos niveles de acción estatal y no en aquellos que se basan en el individualismo inherente a la relación entre subsidiariedad y capitalismo. El país se merece más que un gusto ideológico de quienes defienden el statu quo.