Hace 40 años, Jaime Guzmán defendió la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros, para tener un “poder de seguridad” y así evitar el “descabezamiento” de esas instituciones a manos del poder civil. Por tal motivo, la remoción del general director de Carabineros se transformó en un verdadero acto de expiación para la derecha. La aplicación por primera vez de la regla pactada en la reforma constitucional de 2005 para la remoción de los comandantes en jefe fue, en algún sentido, una lección. Mientras la derecha fue partidaria, cuando se negoció dicha norma, de un sistema de inamovilidad lo más próximo al modelo original de la Constitución de 1980, buscando un consentimiento adicional a la simple voluntad del Presidente para hacerla efectiva, las administraciones concertacionistas siempre pretendieron, desde el retorno a la democracia, que esa destitución fuera atribución exclusiva del Presidente. La llamada de
Ricardo Lagos, según los relatos del ministro del Interior y del propio presidente del Senado el viernes pasado, dan cuenta de la obsesión que
marcó la vida de una generación después del golpe de Estado. Sin embargo, no fue un gobierno de izquierda el que actúo correctamente —no fue capaz de hacerlo la administración Bachelet en el caso de la vergonzosa gestión de Bruno Villalobos—, sino la derecha la que, enmendando sus culpas del pasado, decidió ejercer con inmediatez esa atribución y entendió, quizás por primera vez, por qué es relevante que las Fuerzas Armadas y de Orden se encuentren plenamente subordinadas al poder civil y no a grupos de interés. La ironía de que haya sido el ministro Chadwick, un antiguo discípulo de Guzmán, el que tuvo que dar explicaciones en el Congreso sobre la relevancia
de esta decisión da cuenta de que el destino, a veces, es un fiero bromista. Pero esa expiación puede ser estéril si olvidamos el origen de todo este problema. Cuando en un tiempo más nazca el hijo o hija de Camilo Catrillanca, cuyo padre lamentablemente no conocerá, la respuesta que alguien deberá darle a la pregunta de cómo murió será sencillamente brutal. Lo hizo el Estado por medio de sus agentes, los mismos que estaban encargados de su seguridad y que en su himno institucional realizan una promesa que suena a
una cruel ironía: “Duerme tranquila niña inocente, sin preocuparte del bandolero”. La expiación del sistema político al remover a Hermes Soto parecerá un simple sacrificio ritual si olvidamos el origen del problema y si no tenemos en cuenta que el inicio de esta crisis no es sólo el dinero robado de las arcas públicas; es haber violado los derechos de inocentes, y haber cambiado para siempre y sin motivo alguno la historia de una familia digna.