Una democracia sólida se caracteriza por tener partidos políticos fuertes. Estos están enraizados en la sociedad, tienen un carácter programático claro y cuentan con mecanismos efectivos de democracia interna. Cuando se cumplen estas condiciones, los partidos logran intermediar entre las instituciones y la ciudadanía, articular demandas e intereses, facilitar la participación política y disminuir los costos de llegar a acuerdos.
Para lograr lo anterior, los partidos requieren financiamiento. Las actividades necesarias para mantener el vínculo entre partidos y electores (tales como la formación y reclutamiento) necesitan fondos basales que vayan más allá de la competencia electoral. Hasta hace algún tiempo, los partidos obtenían parte de dichos recursos a partir de transferencias de empresas, lo que terminó creando uno de los mayores escándalos de corrupción del último tiempo (los casos Penta y SQM). Ello llevó al nombramiento de la Comisión Engel y a que gran parte de sus recomendaciones sobre financiamiento de la política se tradujeran en leyes durante los años siguientes.
Las normas actuales consagran un sistema de financiamiento mixto, que permite la contribución ciudadana (dentro de ciertos límites y bajo estándares de transparencia), prohíbe las donaciones de empresas y establece un aporte público relevante. Aunque los partidos no subsisten únicamente en base a este último, las normas vigentes han disminuido el riesgo de captura de los partidos por parte de grupos empresariales. Asimismo, han quitado poder a algunos de sus tradicionales mecenas, mejorando la democracia interna. Las nuevas reglas también han creado mayor igualdad de condiciones y fomentado el ingreso de mujeres a cargos directivos.
Lo anterior no significa que los partidos estén exentos de problemas. Las encuestas constantemente nos recuerdan los bajísimos niveles de confianza que suscitan en la ciudadanía. Existen claros problemas de representatividad, coherencia programática y disciplina interna en los partidos, en un contexto de personalismo y fragmentación. Al contrario de lo que ha sido sugerido por algunos actores, no existe evidencia de que la fragmentación haya sido resultado de las normas de financiamiento introducidas en 2016. Lo que sí tenemos, en cambio, es un sistema electoral que fomenta el discolaje, el transfuguismo y la creación de nuevos partidos como meros vehículos electorales.
Es claro que necesitamos avanzar en reformas que creen mejores incentivos electorales y fortalezcan los partidos. Ello, sin embargo, no puede significar el retorno a un pasado que facilitaba la captura de la política por intereses particulares, a expensas del interés general. Si queremos mejorar nuestra política para dar respuesta a las demandas ciudadanas, debemos en cambio invertir en partidos más fuertes y representativos.