Plaza de Maipú, mediodía del sábado 19 de octubre. Un grupo de vecinos se reúne alrededor de la estación del metro que había sido destruida la noche anterior. Los periodistas se acercan y son expulsados. La razón: creen que la prensa ha tergiversado su protesta y los trata como delincuentes. Hay jóvenes, adultos, pero sobre todo ancianos. Una periodista finalmente puede conversar con ellos. Los tres que hablan son viejos. Una tiene 104 años, otro anda con su bolsa de papeles acusando que el Estado solo lo tramita. El que más tiempo conversa, apoyado de su bastón, dice que no puede compartir la destrucción, pero que entiende la protesta. Él ya está viejo y no quiere que los jóvenes pasen por la miseria que está viviendo hoy. Termina quizá con la interpelación más brutal hacia toda la política: «Por qué tiene que quedar la cagá para que nos escuchen».
No es cierto, como han planteado algunos estos días, que esta era una crisis que no se podía prever. Existen numerosos estudios, de distinguidos académicos en ciencias sociales, que desde hace algunos años han venido advirtiendo, con evidencia en mano, que se estaba incubando un profundo malestar, uno que solo alimentaba la frustración. Sin embargo, la élite prefirió escuchar prédica de la «modernización capitalista». Aunque Chile, según cifras del PNUD, se encuentra en el lugar 38 del Índice de Desarrollo Humano, esa misma institución ha advertido, como varios otros antes, los riesgos de la desigualdad para el progreso y estabilidad futura del país.
Como explicó Coleman, si las mejoras no satisfacen las expectativas creadas se producirá un proceso generalizado de frustración que puede conducir a estallidos. La política y algunos intelectuales públicos creen que esto es consecuencia de la suma de frustraciones individuales, pero es algo más complejo que eso. Se vincula con nuestras organizaciones, la sociedad que construimos, el Estado que tenemos, con la vida digna que deseamos vivir y compartir. El vínculo entre esa frustración individual y la indiferencia institucional es parte, quizás, de esta explosión.
Es evidente que la violencia y los saqueos son inadmisibles, pero también lo es – sin que esto justifique lo primero- que el Gobierno no entienda que esto va más allá del orden público; que la oposición, si es que la hay, comprenda que es momento de discutir un acuerdo social sin chantajes y que algunos en la izquierda asuman que esto es más que la «intelectual» política universitaria que solían practicar.
Ese sábado en Maipú, un rato después, aparecieron los carabineros, que rápidamente fueron superados. Más tarde llegaron los militares. Los viejos se tuvieron que ir, no pudieron seguir conversando. Ganó el lumpen, que destruyó todo.