En el año 2007, luego de mediar en una huelga de subcontratistas, Alejandro Goic, entonces presidente de la Conferencia Episcopal, hizo un llamado que dejó indiferente a pocos: ‘El sueldo mínimo debiera ser transformado en un sueldo ético’. También pidió que ‘todos los que puedan no paguen el sueldo mínimo legal, sino por lo menos 250 mil pesos’. El salario mínimo entonces era de 144 mil pesos.
Las reacciones no tardaron. Los senadores Longueira, Orpis y Pérez invitaron al Gobierno a pagar un ‘sueldo mínimo ético’ de 217 mil a sus funcionarios, mientras que la senadora Alvear propuso una mesa de diálogo y su par Matthei replicó ‘Goic no sabe de economía’.
En respuesta al llamado del obispo, el Gobierno convocó al Consejo de Trabajo y Equidad, el que propuso un conjunto amplio de medidas, incluyendo subsidios al empleo formal y transferencias focalizadas. Desde entonces se han creado tres subsidios a los salarios de los trabajadores formales: el Subsidio al Empleo Joven (2008), el Bono al Trabajo de la Mujer (2012) y el Ingreso Mínimo Garantizado (2020).
Los dos primeros entregan un subsidio por un tiempo acotado a jóvenes y mujeres que pertenecen al 40% más vulnerable. El beneficio máximo es de unos 33 mil pesos, y considera un pago al empleador a fin de reducir el costo de contratación. El tercero garantiza que trabajadores formales obtengan una remuneración líquida mínima de 300 mil pesos, proveyendo los recursos que faltan para llegar a ese piso. La política se acaba el 2023.
Los tres programas son pequeños y tienen debilidades en su diseño. En conjunto cubren a alrededor del 10% de los ocupados (usando como base la situación precovid) y representan un gasto que apenas alcanza los 300 millones de dólares al año o menos de 20 mil pesos al mes por trabajador.
En estos días se ha producido nuevamente una discusión sobre cómo asegurar ingresos a las familias; en particular, si adoptar un ingreso básico universal o extender los subsidios al empleo. Se trata de alternativas muy distintas.
Los subsidios al empleo buscan justamente promover el empleo. Es un instrumento usado primordialmente en países desarrollados donde la informalidad es limitada, de modo que prácticamente todos los trabajadores tienen acceso. La evidencia muestra resultados variados que dependen del diseño específico del programa. Lo que sí parece ser un hecho es que aumenta la participación laboral y el empleo de madres solteras.
El ingreso básico universal (IBU) no tiene como condición el empleo formal; se trata de transferencias comprendidas más bien como un contrato social que busca incluir y garantizar cierto estándar de vida a toda la ciudadanía. Se utiliza en lugares tan variados como el estado de Alaska, en Italia y Kuwait. La universalidad, por cierto, tiene costos, por lo que en ocasiones el programa se focaliza.
Una de las grandes dudas de un IBU es si afecta los incentivos al empleo. Si se entregan recursos sin exigir un cierto número de horas de trabajo, ¿no querrán las personas dejar de trabajar? Una ya extensa literatura muestra una y otra vez que este no es el caso: el IBU no tiene un impacto relevante en el empleo. Probablemente, ello se debe a que el trabajo es esencial en la vida de las personas, más allá de los ingresos que reporta: el sentimiento de hacer algo útil, de impactar en forma positiva a la sociedad, y de satisfacción por el logro y desarrollo personal.
Además de discutir cuál es el propósito del programa elegido, en mi opinión se debiesen considerar instrumentos adicionales para un debate sustantivo: el salario mínimo, los programas de empleo y los planes de activación.
El salario mínimo conlleva la preocupación de que alzas puedan dejar sin empleo a las mismas personas que se desea beneficiar. La evidencia para Chile al respecto es limitada. No lo es para los Estados Unidos, donde cada estado tiene su propia política, lo que facilita la estimación. La investigación de frontera sugiere que los efectos son a lo más modestos, incluso cuando el salario mínimo es alto (la mitad del salario mediano). Esto es, los trabajadores favorecidos no pierden su empleo y ven sus ingresos aumentados. Hay distintas explicaciones a este fenómeno que van más allá del simple análisis de oferta y demanda con el que se suele discutir esta política.
La estrategia también debe considerar el financiamiento fiscal de servicios que usan intensivamente los servicios del trabajo. Ello debiese ir más allá de las labores de aseo o de mantenimiento de plazas que típicamente ofrecen los programas de emergencia. Pueden extenderse, por ejemplo, al cuidado de adultos mayores y labores de apoyo en educación y salud, ocupaciones que, dado el avance tecnológico y el cambio demográfico, tendrán demanda en un futuro cercano. Tener empleo es tan importante como tener ingresos.
A ello se debe agregar una revisión de los programas de capacitación e intermediación laboral, áreas en que el Consejo de Trabajo y Equidad también realizó propuestas, pero cuya implementación ha avanzado demasiado lento.
La renovada discusión sobre cómo apoyar de manera más eficaz a familias y trabajadores vulnerables es muy bienvenida. Las alternativas tienen objetivos y limitaciones diversas, incluyendo los requerimientos fiscales e institucionales para implementarlas. Espero que un debate integral logre acuerdos sustantivos en un ámbito de la política social en el que aún estamos largamente rezagados.