En 1943, Simone Weil escribió «Nota sobre la supresión general de los partidos políticos», la crítica más ácida al rol que estos cumplen. Influida por la expansión del nazismo en Europa, y la debilidad de los políticos franceses, acusó a los partidos de que su «única finalidad» era «su propio crecimiento», porque su «tendencia esencial es totalitaria». Afirmó que si la pertenencia a un partido obligaba a la mentira, «la existencia» de estos «es absolutamente, incondicionalmente, un mal». Ese texto recién se publicó en 1957.
Esas críticas suelen ser recordadas, especialmente en momentos como los actuales, en que los resultados electorales de los convencionales constituyentes parecieran evidenciar una desconfianza estructural hacia los partidos y sus formas; ello justificaría, como algunos han afirmado estos días, su prescindencia -al menos parcial- para el período que viene.
A diferencia de los tiempos oscuros en que escribió Weil, la lucha actual por el crecimiento de los partidos ha sido un fracaso. Las razones son múltiples. El desapego a las ideas para las que fueron creados, la incomprensión de la sociedad que dicen representar, y el uso de sus estructuras para actos de corrupción, explican en buena parte el malestar antipartidos que se extiende hoy.
Pero, ¿puede funcionar un sistema democrático sin partidos? La respuesta es no, y los motivos son varios. No sólo está en juego la forma en que debe funcionar una representación colectiva consistente, a la cual los cientistas políticos han dedicado ingentes esfuerzos por explicar; lo está igualmente la eficacia del Estado. Los partidos cumplen un rol clave para el funcionamiento del sistema electoral, lo que tiene un impacto en el desempeño de los gobiernos, especialmente cuando se tratan de implementar políticas públicas de largo plazo.
Debemos tener cuidado con desvalorizar a los partidos cuando estamos en un momento constituyente en que la discusión sobre el régimen de gobierno es determinante. En cualquiera de las alternativas que acordemos, el sistema de partidos -distinto, por cierto, al que disponemos en la actualidad- es concluyente para la sanidad de la democracia.
Resulta conveniente no olvidar que, en nuestra historia reciente, dos dictadores fueron los íconos de los discursos contra los partidos: Ibáñez y Pinochet. El primero impuso una dictadura sin partidos y luego, cuando fue electo, prometió «barrer» con los políticos. El segundo señaló en 1979 que la mejor democracia era «sin pluralismo, ni partidos políticos», por eso se debería hablar de «neodemocracia», en la cual importaran más «las corrientes de opinión» que los partidos.
Esas frases se repiten hoy con facilidad, sin conciencia del riesgo que las mismas han representado para nuestra democracia.