El 6 de diciembre, los alcaldes y concejales electos para las 345 municipalidades del país asumirán sus nuevos cargos. Aunque enfrentarán diversos desafíos en temas como seguridad, educación, salud y muchas otras, habrá al menos un desafío común: mejorar los estándares de integridad y transparencia de sus municipalidades.
Según el Ministerio Público, a fines del 2023 existían 642 causas abiertas por casos de corrupción en municipalidades (en promedio, casi dos por municipio). Por otro lado, las recomendaciones que en materia municipal hizo hace casi diez años la Comisión Asesora Presidencial del 2015 son las que han tenido menor avance de todas las áreas tratadas. Más allá de los datos, basta con seguir las noticias para ser bombardeados con nuevos escándalos de corrupción municipal, que afectan a todo el espectro político.
Como muestran las investigaciones (por ejemplo, del académico Emilio Moya), las causas de la corrupción municipal son diversas. Se relacionan con falencias del diseño institucional y el funcionamiento de las municipalidades (débiles contrapesos, baja profesionalización del empleo, etc.), prácticas sociales que tensionan la modernización, y riesgos del entorno sociodemográfico (municipios con bajos recursos frente a actores privados, desigualdad en el acceso a personal calificado, etc.). Algunos de los problemas institucionales son abordados en el proyecto de ley de integridad municipal actualmente en tramitación. Pero no basta con nuevas leyes, sino que las propias autoridades municipales deben tomarse en serio los déficits existentes.
Las últimas elecciones nos dan mensajes contradictorios en ese sentido. Aunque hay alcaldes que fueron electos precisamente por su gestión previa en la lucha contra la corrupción (Las Condes y Maipú, por ejemplo), fue también elegido un puñado de alcaldes que se encuentran bajo investigación por irregularidades. Ello puede ser resultado de una falta de comunicación efectiva de las irregularidades o, en el peor escenario, de una creciente normalización de la corrupción.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos por la forma en que se están dando a conocer los casos de corrupción. El tono sensacionalista y poco riguroso con que muchas veces son comunicados (a veces impulsado por sus propios protagonistas) dificulta a la ciudadanía poder distinguir entre los casos graves de corrupción y las irregularidades menores o meros chismes. El riesgo es crear la sensación colectiva de que todas las instituciones y autoridades son igualmente corruptas y que lo que queda es votar por aquel que “roba, pero hace”. Necesitamos entonces información certera y responsable respecto de los escándalos de corrupción, así como respuestas políticas que vayan más allá de la pelea chica y empujen los cambios institucionales que realmente se requieren.