En la cultura popular, los superhéroes suelen representar sujetos que, con capacidades sobrehumanas, se sienten interpelados para luchar solitariamente contra el mal. Para eso, son capaces de todo, incluido justificar sus ilegalidades por la necesidad de garantizar un bien superior. En ese mundo, sólo existen las normas inflexibles de una moral puritana que unilateralmente se debe proteger.
Algo de eso es de lo que hemos sido testigos en el último tiempo en torno al Ministerio Público y Carabineros, y que comienza a apoderarse de nuestra política. Es un mundo donde fiscales y policías, en función de particulares convicciones del bien, están dispuestos a sobrepasar los límites de la ley que deben garantizar.
La obsesión por la seguridad, de limpiar la sociedad de seres “impuros” y el absolutismo de los valores que esas acciones representan, nos ha llevado a imputar inocentes, adulterar pruebas con el propósito de hacerlas encajar en voluntaristas teorías del caso y sostener conspirativas sospechas sobre el poder. Las historias abundan y las complicidades de las distintas administraciones del Ministerio del Interior han terminado por corromper los elementos centrales de la persecución penal.
El caso de la Fiscalía de Rancagua es quizá el último de una serie de eventos, todos atravesados por el mismo patrón, especialmente tras conocerse que uno de los fiscales imputados disponía de anteojos con cámaras y registros de audio para sus actividades. Los “atentados” en La Araucanía, la persecución de un criollo terrorismo, la actuación de grupos anarquistas, la “interceptación” de comunicaciones digitales, entre otros hechos, demuestran que los límites entre la realidad y la ficción son cada vez más ambiguos.
En una buena cantidad de esos asuntos se ha apoderado de los funcionarios responsables el síndrome del superhéroe, y los gobiernos, como si esto fuera Ciudad Gótica, han decidido no sólo aceptar, sino que de algún modo también promover esas prácticas con su pasividad. En un mundo así, no deben existir derechos para “esos delincuentes”, no corresponde que los jueces limiten ese poder, solo deben existir policías y fiscales, sin importar las reglas elementales del estado de derecho.
Con esos actos se degrada la función que desempeñan y se lesiona irremediablemente la confianza pública, en especial la que los ciudadanos deben tener en sus instituciones. Porque al final si lo que importa es la “justicia” a cualquier costo, lo cierto entonces es que debemos tener más superhéroes y menos política. Un mundo así promueve una cierta psicopatía, en la cual todo vale para garantizar el “noble” propósito de los integristas de turno, transformando al disidente en un villano que debe ser destruido cueste lo que cueste.