Jeffry Tobin, probablemente el biógrafo más importante de la Corte Suprema de Estados Unidos, ha señalado que, desde los años sesenta, ésta ha tenido la capacidad de cambiar la cultura legal de ese país a partir de decisiones que redefinieron los derechos de las personas en temas como educación, libertad de expresión, privacidad, investigación criminal y aborto. Por tal motivo, en las últimas cuatro décadas la selección de los candidatos a la Corte se ha transformado en una batalla política por cada uno de estos temas.
Lisa Hilbink, quien mejor ha explicado la evolución de la Corte Suprema chilena desde el golpe de Estado hasta la normalización democrática, ha demostrado que lo que define a nuestro tribunal supremo es su relación con las violaciones a los derechos humanos, desde su pasividad en dictadura hasta su transformación a partir de 2000. El eje de este tránsito ha sido la tutela de derechos fundamentales, moviéndose desde una cultura de decisión textualista hacia una mayoritariamente en base a derechos, algo que a la derecha y al sector privado aún les cuesta entender.
Este cambio cultural se ha reflejado especialmente en la segunda sala de la Corte, amenazada hoy por una acusación constitucional. Hay tres expresiones de ese cambio. La primera, las condenas por delitos de lesa humanidad, en las que el tribunal sostuvo que estos ilícitos eran imprescriptibles y que las víctimas tenían derecho a la reparación íntegra del daño, en base a convenciones internacionales. La segunda, los estándares garantistas que ha establecido para la persecución penal, a pesar del fanatismo castigador del Ejecutivo y el Congreso. Y, finalmente, ha sido esta misma sala la que desde hace algunos años ha ido definido criterios pro inmigrantes frente a decisiones de expulsión del país. Tres hechos que eran impensables 20 años atrás.
De ahí que la acusación constitucional que se pretende, tras las recientes decisiones de otorgar libertad condicional a condenados por violaciones a los derechos humanos, resulte tan compleja. Lo es, primero, porque más allá de no compartir los criterios interpretativos utilizados para la lucha contra la impunidad, éstos eran predecibles, tanto por casos previos como por la propia discusión que la Cámara de Diputados había tenido en 2016, en la cual se hizo evidente la conciencia de este riesgo.
Y es compleja, además, porque pone en jaque no sólo la limitación constitucional que el Congreso tiene de revisar los fundamentos de una sentencia judicial, sino porque implica —sobre todo para la centroizquierda— desconocer de algún modo la manera en que contribuyó, tras el retorno a la democracia, a la independencia del Poder Judicial y a la cultura de derechos. Ello ciertamente tiene un costo: que en ocasiones los jueces decidan de un modo distinto a nuestras preferencias personales, políticas o académicas.