En el discurso inaugural del año judicial de 1973, Enrique Urrutia Manzano, presidente de la Corte Suprema, tomó partido en la disputa política de esos años y objetó las actuaciones del gobierno de la Unidad Popular. El 12 de septiembre, el propio Urrutia manifestó, en nombre del Poder Judicial, ‘su más íntima complacencia’ con el golpe de Estado del día anterior. Los años que vinieron tras esa ‘satisfacción’ fueron vergonzosos, porque cuando se le solicitó dar amparo a quienes eran perseguidos, la Corte dio muestras sistemáticas de indiferencia, que se tradujeron en una abierta denegación de justicia.
Tras el fin de la dictadura, los gobiernos democráticos realizaron constantes esfuerzos por reformar el Poder Judicial y volver a recuperar su genuina independencia. No fueron tiempos fáciles: el pasado reciente y jueces refractarios al cambio dificultaron el proceso. Este fue posible recién en 1997, iniciándose una progresiva reestructuración y renovación, que ha permitido el desarrollo, hasta hoy, de una amplia cultura judicial de derechos.
Durante estas dos últimas décadas, los asuntos resueltos por la Corte Suprema han anticipado, de algún otro modo, parte de los debates que hoy preocupan a la política. En base a esa evolución, sus decisiones han aplicado el derecho internacional de los derechos humanos en temas tan diversos como crímenes de lesa humanidad, salud, educación y acceso al agua potable; han dado protección ambiental a comunidades afectadas, han reconocido en la participación ciudadana un criterio de legitimación para los actos de la autoridad, y han sido rigurosas al señalar que ningún organismo público puede adoptar decisiones sin explicar detalladamente sus razones, la única manera en que las personas pueden defender sus derechos.
Por eso cuando la semana pasada la Corte Suprema ordenó a las cortes de Apelaciones disponer del funcionamiento extraordinario los fines de semana para conocer los recursos de amparo a favor de migrantes expulsados, simbólicamente estaba recordando la importancia de la separación de poderes. Y acreditaba, a la vez, que los esfuerzos de estas décadas para recuperar la dignidad judicial no han sido en vano.
Es esa independencia reconquistada la que explica por qué el Congreso decidió que correspondiera a la Corte Suprema y no al Tribunal Constitucional la resolución de las disputas procedimentales al interior de la Convención Constitucional. La Corte es un símbolo de neutralidad que debería dar garantías frente al legítimo debate político que provoca la nueva Constitución. Y es quizá esa misma razón la que permita sostener la conveniencia que sea el presidente de la Corte, y no otra autoridad política, el que facilite la instalación de la misma.