¿Por qué las personas son leales a la democracia? ¿Por qué deben respetar a sus representantes? La idea central sobre la cual descansan las respuestas a esas preguntas está en la creencia que estos cumplirán lealmente con las obligaciones que le han sido impuestas por la Constitución y la ley, y que enfrentarán los problemas públicos a favor del interés general. La democracia reposa en la confianza de que eso sucederá, pues es la única manera en que podemos convivir pacíficamente.
Esa lealtad, sin embargo, se debilita cuando las personas comienzan a percibir que quienes invisten cargos públicos se benefician de ellos, que más que atender al interés general satisfacen los deseos propios, y que la rendición de cuentas es simplemente formal. Esto suele suceder cuando se infringe uno de los principios elementales de la clásica democracia liberal: la igualdad ante la ley, aquella que nos indica que, cualquiera sea nuestra condición, debemos responder en idénticas condiciones ante los deberes públicos.
De ahí que los roles simbólicos sean importantes y la idea de ejemplaridad pública sea determinante para quienes ejercen las altas investiduras del país. La falta de conciencia de cómo los actos propios pueden lesionar la confianza pública es parte del problema que tenemos hoy, alimentando el populismo que ve en esas conductas la protección de una élite que se beneficia a sí misma y cuya única solución es desbancarlos a todos. Por eso los populismos de derecha e izquierda se parecen tanto: ambos han sido alimentados por autoridades que carecen de la mínima conciencia de la función que encarnan.
En momentos convulsos para la democracia, especialmente los provocados por la pandemia —cuando debemos promover el cumplimiento de los deberes recíprocos que nos comprometen a todos, porque el autocuidado es también una manera de expresar respeto y solidaridad con los demás—, las acciones de las autoridades deben ser especialmente cuidadosas.
Cuando días atrás en La Moneda se realizó un homenaje al personal de salud que ha enfrentado la crisis, cuando la autoridad sanitaria ha advertido sobre los riesgos de una segunda ola de contagios, insistiendo en la necesidad de respetar las medidas impuestas por la autoridad y las personas son fiscalizadas en las playas por severos funcionarios, el Presidente de la República se pasea por Cachagua sin cumplir ninguna de esas medidas, ostentando un caminar como si fueran tiempos de normalidad.
Esa imagen es quizá lo más revelador de estos tiempos: mientras exigimos a otros sacrificio y solidaridad, el Presidente omite esas obligaciones y con ello, por doméstico que le pueda parecer, lesiona la confianza que exige la democracia y alimenta el populismo que tanto dice repudiar.