Desde el retorno a la democracia, y con indiferencia del gobierno de turno, ha existido una peligrosa convivencia entre el Ministerio del Interior y Carabineros. Esa relación se ha traducido, entre otras cosas, en que las agendas de seguridad y orden público que han triunfado han sido de las policías.
Aumentar la dotación de funcionarios para garantizar mayor seguridad, disminuir las libertades públicas —las denominadas agendas cortas— para que interpretaciones garantistas no limiten la efectividad de la policías y entregar mayores capacidades operativas para enfrentar el orden público, terrorismo o delitos similares, son algunas de las principales iniciativas que los ministros del Interior y un sector importante de la clase política han alentado durante estas dos décadas, pese a los riesgos que han advertido los expertos.
Por estos días Carabineros vive una seria crisis de legitimidad: los aumentos de dotación sin control en las asignaciones presupuestarias permitieron un cuantioso fraude fiscal; la amplitud de las prerrogativas que les han entregado para los controles de identidad, sacrificando libertades públicas, ha demostrado manifiesta discriminación policial; y los excesos de las ascendentes atribuciones operativas han incentivado una represión desproporcionada, especialmente hacia menores, así como simulaciones escandalosas —como la “Operación Huracán” y hasta muertes amparadas en un supuesto “derecho” a defenderse—. Todo esto es parte de un vergonzoso listado, en el cual la clase política tiene responsabilidad por haber renunciado a imponer controles elementales de una democracia a la operación de las policías, culpando a los jueces de un modo iracundo cada vez que éstos han cuestionado las actuaciones de Carabineros.
La reacción inmediata de diversas autoridades tras el homicidio de Camilo Catrillanca siguió exactamente el mismo libreto que hemos visto en cada hecho similar ocurrido en el pasado. Apoyar incondicionalmente a Carabineros, argumentar que se trataba de reprimir un grave delito, que los hechos son consecuencia de un ataque injustificado que sufrió la policía y que sobre la víctima existe alguna sospecha que la hace poco respetable. Todo era vergonzosamente predecible, incluso la obstrucción a la investigación, que se conoció el día de ayer.
¿Qué debe suceder en nuestro país para que abordemos de una vez por todas el control efectivo de Carabineros? ¿No ha sido suficiente con defraudar cuantiosos fondos públicos, utilizar violencia excesiva, obstruir investigaciones e imputar delitos graves a inocentes como si fueran parte de una política institucional? Como señala Savater, cuando se exige algo a ultranza, siempre se es un ultra. Y son ultras quienes han impuesto el discurso de la eficacia policial sin importar su costo