
En marzo de 2007, Carabineros allanó la Universidad de Santiago. Se mostraron machetes, combustible, ácido y botellas, elementos destinados, supuestamente, a la fabricación de bombas molotov. Autoridades de Gobierno participaron de la exhibición a la prensa de las especies, como pruebas irrefutables del profesionalismo operativo. El rector de la universidad, sin embargo, tuvo que aclarar que el material incautado eran insumos para las actividades docentes de la Facultad de Ciencias Químicas, y que las ‘armas’ encontradas correspondían a un grupo de danza afromericana que operaba en la universidad.
Aquel bochorno es el ejemplo de una historia recurrente, construida por el mismo discurso: para combatir a un enemigo que está provocando daños sociales irreparables, debemos dotar a las policías de mayores atribuciones para esa lucha. Quienes han criticado esas iniciativas fueron tratados como una especie de cómplices de los delitos que se cometen. Toda esa retórica ha contado con el apoyo incondicional de las autoridades del Ministerio del Interior, con indiferencia de la coalición que haya gobernado durante estas décadas.
La crisis de Carabineros en buena parte fue posible por ese alegato de la política, que entre otras cosas implicó la extensión de sus competencias, la amplitud de los fondos públicos entregados y un reclutamiento intenso con poco tiempo de formación, sin que el Congreso operara con el escrutinio elemental que le exige el sistema democrático. Han sido los escándalos de estos últimos años los que permiten mirar ese pasado de omisiones. Los mismos que rasgan vestiduras hoy por el actuar de las policías son los que alimentaron esa arenga durante años.
La muerte de Francisco Martínez por los disparos de un carabinero en Panguipulli nos exige volver sobre lo mismo, especialmente porque insta a recordar casos similares. Aunque algunos buscan relativizar los hechos, o bien encontrar una explicación a la reacción del policía, la muerte violenta de personas en manos de agentes del Estado es siempre un asunto de derechos humanos.
Como recordó la Corte Suprema en 2018, si el Estado no ha instruido adecuadamente a los funcionarios autorizados para el uso de armas de fuego, especialmente bajo condiciones de tensión, no sólo es responsable quien ejecuta el disparo; lo es también el Estado por omitir la capacitación correcta, obligación que exige algo más que dictar e informar el contenido de un protocolo.
Décadas de una mala política pública están terminando no sólo en un alto costo económico para los contribuyentes, sino que también en algo mucho grave: la pérdida de vidas humanas y la desintegración de la confianza en las policías, sin la cual no hay orden público posible.