Las decisiones de la Corte Suprema de la semana pasada, que otorgaron el beneficio de la libertad condicional a condenados por violaciones a los derechos humanos, han provocado la indignación de las víctimas y una aparente sorpresa de la clase política. Aunque no comparto el razonamiento legal de la Corte, lo que sucedió era predecible. Pero, salvo la advertencia de los familiares de las víctimas y de sus abogados desde hace un tiempo, poco se hizo para evitarlo.
La discusión en la Corte Suprema acerca de la extensión de los beneficios a condenados por delitos de lesa humanidad se hizo evidente desde el año 2012. Tras esto, el Instituto Nacional de Derechos Humanos emitió una opinión —citada extensamente en los casos recientes por la Corte— en la cual reconocía que estos condenados tenían derecho a solicitar el beneficio, pero sujeto a ciertos estándares. Frente a esto, parlamentarios presentaron en 2012 una moción para restringirlos; Bachelet en 2014 presentó un proyecto de reforma constitucional con la misma finalidad, y en 2016 se avanzó en un proyecto de ley que quedó detenido en comisión mixta. Mientras tanto, entre 2013 y 2018 la Corte, en votaciones divididas, ha otorgado y denegado beneficios para estos condenados, ocasiones en las cuales ha existido una evidente discrepancia entre los jueces acerca de los requisitos para obtenerlos.
Por otro lado, desde hace algunos años también la Corte ha cuestionando los informes psicológicos de Gendarmería por no estar apropiadamente fundados. Estos han sido, además, inadecuadamente utilizados por la Comisión de Libertad Condicional. La Corte ya había señalado que no era posible una motivación por formulario para decidir estos asuntos.
Así, el otorgamiento de la libertad condicional tarde o temprano sería una realidad inevitable para los condenados por violaciones a los derechos humanos. Aunque sorprenda, muchas de las condenas son bajas, varios de los condenados están en los umbrales de cumplimiento que los habilitan a solicitar el beneficio, los informes psicológicos se han seguido emitiendo deficientemente y la política, teniendo perfecto conocimiento de esto, hizo poco o nada.
Lo grave de lo ocurrido la semana pasada es que esto pueda ser el inicio de la normalización de la brutalidad. Porque lo que ha estado siempre en juego en estos casos es la lucha contra la impunidad: la señal de que lo sucedido es intolerable en cualquier tiempo y lugar. Como sostiene Vuillard “nunca se cae dos veces en el mismo abismo, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y pavor”. Habríamos podido mitigar este dolor para los familiares de las víctimas, pero, como siempre desde hace más de 40 años, han terminado pagando ellos el injusto costo de la pretensión de olvidar.